Menas. El periódico Abc, filial genovesa, sentenció hace unos días en portada a Carlos Mazón Guixot. Después, el presidente valenciano, agarrándose a un único flotador, renovó ilusiones con VOX. Sin solución de continuidad, la emisora de la Conferencia Episcopal cargó entonces contra Sánchez por su pacto con el xenófobo Puigdemont… comparándolo con la nueva alianza Mazón-Abascal. Todo eso a cuenta del reparto de «chavales», que tanto a los comentaristas del papel fundado por Torcuato Luca de Tena como a los locutores de COPE les parece injusto, insolidario. Airean, al mismo tiempo y sin despeinarse, la cantinela del «racismo», ese que relaciona inmigrantes ilegales con delincuencia, como dicen los datos policiales en Cataluña, campeona en inseguridad ciudadana, lo confirman. Salió también el presidente de Aragón (PP) anunciando que nanay, que él no quiere más menas en las nobles tierras baturras. Y así todo, con aires de tragicomedia, o de sainete, mientras el Gobierno sigue sin cerrar las fronteras, sin expatriar a nadie y acomodando en hoteles y balnearios a miles de fornidos varones, que no «niños», como dicen en la Sexta. La pregunta moral sería: si son chavales y nunca delincuentes, ¿por qué esas reticencias a la hora de acogerlos? ¿O es que, en realidad, les parece mal que el xenófobo catalán se quede con menos? ¿Y la caridad cristiana? Se asemeja todo a un reparto de las peores sobras, dicho de esa manera. Y el evangelio, Dios es amor, ¿dónde queda, jornaleros del obispado?
Llamada y alucinaciones europeas. Bajo un cielo nublado de presagios, Donald Trump y Vladimir Putin coincidieron en que la guerra de Ucrania debe cesar. Por vía telefónica, resonó además un anhelo: la paz no ha de ser efímera. Hablaron también de sanar las heridas entre Washington y Moscú, de coser con hilo diplomático lo que el conflicto desgarró, tanto en tiempos del primer mandato Trump como durante el de Biden. Parece que, desiderátum, coincidieron en imaginar un horizonte de acuerdos económicos y estabilidad entre ambas potencias. El mismo día de ese contacto entre Putin y Trump, Zelenski dijo que Rusia no busca un alto el fuego sincero. Señaló que, pese al diálogo, los ataques rusos persisten, cuestionando las intenciones de paz. Sin embargo, al día siguiente el presidente ucraniano habló con Trump, cambiando el tono de sus declaraciones hacia la cautela y el optimismo. Calificó la charla con el americano como «positiva, sustanciosa y franca». Ambos líderes coincidieron en la necesidad de un alto el fuego e incluso, según palabras del ucraniano, de una «paz duradera». Sigo manteniendo que el relato, digamos belicoso, de tantos comentaristas españoles se irá desinflando paulatinamente, a medida en que Zelenski y Putin lleguen a un acuerdo, el mayor empeño del rubio americano. ¿Y Europa? No pinta nada, o pinta bien poco. Enmarañada en globalismos mal entendidos, en agendas woke, dedicada hace lustros a su suicidio cultural y económico, resurgen ahora voces ensalzando una grandeza que dirigentes, medios y votantes han conseguido devastar. El postrero poema épico de un moribundo siempre es el más grandilocuente.
Opinión. Mientras Sánchez maneja su situación política entre hipérboles asombrosas, el casticismo periodístico se envalentona. Lo de Pedro el equilibrista tiene bemoles: al mismo tiempo y con diferentes artes, intenta engañar a la «militarista» Bruselas y a sus socios «pacifistas». Mientras, la derecha mediática encuentra en Ucrania un buen negocio: sirve tanto para airear un curioso supranacionalismo europeo como para atizar a Sánchez y hacer campaña, o cordón sanitario, contra VOX. Un chollo. Pero veamos qué opinan las gentes de esta vieja y decadente nación. Una reciente encuesta (DYM para HENEO) muestra una España dividida ante el gasto militar y la mili obligatoria. Un 54% apoya elevar el presupuesto de defensa al 2% del PIB, en línea con la OTAN. Sin embargo, la reintroducción del servicio militar obligatorio sólo convence al 40%, con un 48% de los mayores de 50 a favor, frente a un 55% de los menores de 35 en contra, quienes priorizan el «gasto social», esa entelequia que cautiva a propios y a extraños. Además, un 40% respaldaría enviar tropas a Ucrania, es decir, declarar la guerra a Rusia y ver llegar ataúdes a Madrid. Eso sí, nada de reservistas, a ver si me va a tocar coger un viejo Cetme y hundirme en las trincheras del Dombass. Como última cosa, la nostalgia de la mili, imaginativa solución a la falta de autoridad campante hoy en escuelas y domicilios, tampoco anima a los jóvenes.
Virus chino. A principios de 2020, en algún despacho del poder británico, el exdirector del MI6 (agencia de espías al servicio de su majestad) dejó caer una bomba sobre Boris Johnson: el virus COVID-19 no surgió de un murciélago en un mercado apestoso, sino que se había escapado del laboratorio de Wuhan, desliz de probetas y ambiciones. Si esto se confirma, los gobiernos de Estados Unidos, Reino Unido, China y Alemania eran conocedores, desde el primer estornudo, de que la pandemia tenía un origen humano. Y, sin embargo, eligieron el silencio, tejiendo una red de desinformación —«culpen a la sopa de murciélago»— y autoritarismo —«quien no se vacune, a la cárcel», llegaron a eructar algunos políticos y periodistas— mientras el mundo se ahogaba entre la muerte, el miedo y la ruina caracolera. Para el exjefe del espionaje no hay debate: caso cerrado. Y para nosotros, mítico pueblo, existen hoy mayores entretenimientos, como la guerra en Ucrania y la feliz idea de una tercera guerra mundial, anunciada para 2030. Qué tendrá esa fecha que tanto maravilla.
¡La educación! La ignorancia e inopia ideológica, teñida de superioridad, del europeo respecto a EEUU es entrañable. Y legendaria. Trump anunció esta semana que desmantela el Departamento de Educación. Todo el mundo aquí se echó las manos a la cabeza, a esa cabecita que tiene el Estado papá incrustado en el sistema límbico. Pero sólo hacía falta leer la wikipedia para saber qué diablos es el Departamento de Educación, qué funciones tiene. Veamos. Fundado en 1979, dicha institución no ejerce un control directo sobre las aulas. Su principal función es distribuir dinero federal, que representa entre el 10% y el 15% del presupuesto educativo nacional. Además, supervisa el cumplimiento de algunas leyes federales, aunque carece de autoridad para imponer currículums o métodos pedagógicos. Por contraste, los estados ostentan la soberanía educativa, un poder derivado de la Décima Enmienda de la Constitución. Cada estado diseña su propio currículum, establece requisitos para los docentes, etc. Los distritos escolares locales, bajo supervisión estatal, tienen autonomía para gestionar presupuestos y personal, lo que genera notables disparidades entre regiones, como los enfoques divergentes de Texas y California en políticas educativas. A pesar de esta realidad, no hay que perder ocasión para dar lecciones a esos ignaros y brutos americanos. Se comprende que desde la excelencia europea —no digamos patria— y el incontestable esplendor cultural nos permitamos señalar el correcto camino a aquellos bárbaros.