Si consideramos que un virus A se desarrolla con idéntica eficacia en dos ambientes diferentes 1 y 2, podríamos concluir que 1 y 2, o bien poseen características similares de base, o son similarmente susceptibles de ser degradados para beneficio de la supervivencia de A. Como sea, si 1 y 2 se han corrompido como consecuencia de la proliferación de A, sostener que 1 y 2 permanecen inalterables, aun frente a la evidencia de su deterioro como consecuencia del crecimiento exponencial de A sería un fraude científico.
Si pudiéramos describir la decadencia de la institucionalidad democrática con las nomenclaturas de un experimento de laboratorio, veríamos que la misma se manifiesta con una regularidad inquietante en todos los entornos donde alguna vez floreció: desde las democracias europeas hasta las del continente americano. Este patrón no puede ser atribuido a factores contingentes ni a la pretenciosa esperanza de excepciones nacionales. Por el contrario, responde a condiciones estructurales, contemporáneas y comunes.
La disolución institucional parece ser el desenlace ineludible de una forma política que ha dejado de tener contacto con la realidad social que alguna vez pretendió representar. Así, la apelación incesante al monopolio de la institucionalidad democrática por parte de los partidos políticos tradicionales deviene cada vez más en un gesto ritual, vacío de contenido, que encubre el colapso de su legitimidad y eficacia.
Lo que está crujiendo, en todo el mundo, es la institucionalidad del consenso socialdemócrata, que pretende ser depositario único de la Democracia.
Se trata de ese conjunto de estructuras y prácticas representado durante décadas por los partidos y movimientos políticos que adhieren a esta ideología. Un marco diseñado originalmente para gestionar la tensión entre fuerzas productivas y políticas que caracterizó a la segunda mitad del siglo XX, que incluía un amplio conjunto de servicios públicos como educación, salud, vivienda y sistema de pensiones; más la inversión estatal en infraestructura pública; junto con mecanismos de intervención gubernamental en la economía, la regulación financiera, la negociación colectiva de salarios o la fijación de precios, entre otros instrumentos. Todo esto sostenido por el dogma de que un capitalismo desregulado conduciría inevitablemente al desastre social. A esto se sumó una arquitectura de cooperación internacional bajo la apariencia de articulación técnica que fue consolidando poderosas estructuras de gobernanza autónoma cuya legitimidad no emana de los ciudadanos.
Dado que los partidos de Estado paulatinamente convergieron en este modelo tecnocrático – económico, la diferenciación que justificara la alternancia se fue corriendo a cuestiones sociales y culturales que no modifican la ecuación de base que consistía en manipular todos los aspectos del ámbito privado a favor del crecimiento del Estado.
Este sistema, no obstante, demandaba que se garantizase a los sectores populares el acceso a los canales de movilidad social ascendente e igualdad de oportunidades mediante el desarrollo del Estado de Bienestar, con su provisión expansiva de “derechos sociales”. Pero conforme este proyecto iba creciendo fue generando efectos contraproducentes para su propia supervivencia.
Uno de ellos es que, al monopolizar la protección social provista por redes formales administrativas, se han suplido o terminado por sustituir redes sociales orgánicas e informales de confianza, solidaridad y compromiso como por ejemplo la familia nuclear o extendida, e incluso el desarrollo del valor de la responsabilidad individual; que antes articulaban el tejido social que constituía uno de los pilares de dicho acuerdo cívico. El resultado fue una sociedad cada vez más atomizada y dependiente del paternalismo, donde la vida comunitaria se disolvió y el invierno demográfico se consolidó.
Otro efecto es la masificación del adoctrinamiento educativo, impulsado por la ilusión de reemplazar al mérito, que devaluó la función histórica de la educación como canal aspiracional de progreso. Esto incluye las titulaciones universitarias que perdieron su selectividad y dejaron de garantizar un retorno real al mercado laboral. Esta frustración de expectativas se vio acompañada por la pérdida de centralidad del trabajo como fuente de realización personal y la progresiva inaccesibilidad a otras instancias tradicionales de estabilidad, como la vivienda propia o la herencia. En este proceso, la base electoral de la socialdemocracia se desplazó, mientras sus élites dirigentes se alejaban de los sectores populares, profundizando el abismo de valores que hoy los separa.
Uno de los síntomas más reveladores es la pérdida de prestigio del poder judicial, históricamente considerado el último bastión de legitimidad republicana. Hoy, tanto desde la izquierda como desde la derecha, la invocación del término “lawfare« para denunciar la instrumentalización política, real o percibida, del sistema judicial, evidencia que incluso esa instancia ha sido arrastrada al descrédito.
La institucionalidad socialdemócrata comenzó a mostrar signos evidentes de fatiga y se volvió progresivamente menos eficiente y más restringida. A esto se suma el padecimiento ciudadano de una creciente inseguridad, agregado a la pérdida de control de las fronteras, la impotencia o complacencia frente al terrorismo, todos síntomas de una crisis estructural de las capacidades del Estado. Frente a este deterioro, la opinión y la participación ciudadana ya no encuentran canales efectivos de expresión ni de incidencia.
Curiosamente, en este esquema los partidos políticos tradicionales prefirieron dinamitar su base electoral antes que revisar su dogma. Una especie de suicidio sólo comprensible por la necesidad de sostener su aparato clientelar arbitrario, rancio y necesariamente corrupto.
Otro factor omnipresente es la polarización política, que se ha convertido en el último mecanismo de supervivencia de los políticos que hace tiempo dejaron pretender conquistar el corazón de los votantes, limitándose a ofrecerse como garantes de que el adversario no gane. Esta degradación funcional de los partidos de Estado hace que hoy operen como estructuras inertes, desconectadas de sus bases y funcionales apenas al sostenimiento del sistema en el que sobreviven.
Como consecuencia, amplias franjas de la población votan cada vez menos a estos partidos. Frente a la demanda popular por recuperar condiciones de vida estables y seguras, el establishment institucional socialdemócrata ha reaccionado negativamente, con desprecio y difamación, y en su ceguera ha perdido influencia incluso en el plano intelectual, huérfano de la narrativa seductora que tuvo durante el siglo XX. Nuevas corrientes políticas, que ese mismo establishment bautiza como «populistas» (como si la apelación a lo popular en el marco de un sistema basado justamente en la voluntad popular, fuera denigratorio) ganan cada vez más apoyo.
Y aunque van a seguir siendo actores políticos relevantes durante un tiempo, dado que como “partidos de Estado” conservan un caudal electoral estable por ejemplo entre los empleados del sector público y el resto de los beneficiarios de sistemas de privilegio clientelar, no lograrán recuperar una narrativa política que enmiende su crisis existencial. A diferencia de crisis anteriores, esta vez no hay un renovado relato legitimador a la vista; por el contrario, una proporción creciente de sus votantes ya no ve en los dogmas de la socialdemocracia una solución, sino un problema.
De manera que, cuando el establishment político insiste en la muletilla de que accionan para “preservar la institucionalidad”, lo cierto es que apelan a un significante vacío, incapaz de ocultar el deterioro real de un sistema acabado. Porque lo que no pueden asumir es que el sistema que defienden presenta a estas alturas una contradicción clave entre la libertad individual y el control estatal creciente. La institucionalidad no es lo que defienden, sino lo que han degradado impunemente. El conflicto filosófico entre el control y la libertad está en el corazón de la rebelión plebeya, es lo que se niegan a ver aunque los votantes lo griten a los cuatro vientos.
Es la decadencia de un sistema tradicional de partidos de Estado, incapaces de pintar por fuera de los márgenes socialdemócratas, lo que ha corroído la institucionalidad de forma generalizada y sincronizada, más allá de las particularidades locales de cada país.
Volvamos al ejemplo inicial, si el virus A se comporta de forma análoga en contextos distintos (ambientes 1 y 2), significa que A tiene la capacidad de degradarlos de forma idéntica para asegurar su supervivencia. La decadencia de la institucionalidad no es una anomalía pasajera, sino una infección del sistema. El deterioro de la confianza en las instituciones es un fenómeno global y profundo que no puede ser solucionado por quienes fomentaron su degradación.
El mayor fraude reside en que los principales responsables de esa decadencia se presentan como la última línea de defensa del orden político. Claramente no están defendiendo las instituciones: están administrando su derrumbe. La farsa se sostendrá sólo mientras existan votantes que finjan que les creen.