«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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«Las mujeres ya no tienen derecho a sus espacios exclusivos, ni siquiera se les concede una app»

La justicia australiana condena a una app exclusiva para mujeres por excluir a una persona trans

Roxy Tickle, hombre que se identifica como mujer - X

Hace pocos días, en Sídney, un juez dictó una sentencia que convirtió a las mujeres en parias. La sentencia es, no obstante, un buen ejemplo de la forma en la que las luchas simbólicas, cuando son coordinadas, persistentes y bien financiadas, pueden convertirse en leyes y salir del campo metafórico, del terreno de las ideas, y terminar siendo una guerra violenta. De las guerras de verdad.

La trágica historia comenzó en 2020, cuando una emprendedora, Sall Grover, creó una aplicación exclusivamente para mujeres. La idea era que señoras de todo el mundo pudieran conocerse para salir, tener una cita, ir al cine, irse de vacaciones, alquilar una casa, irse de viaje o lo que se les ocurriera. Lo que Sall quería era que ese espacio estuviera libre de varones, según ella porque estaba harta del acoso que había sufrido en sus trabajos. Aunque la razón no viene al caso, Sall hizo una app y puso las reglas, estaba en todo su derecho. La llamó, a la app, Giggle, y le instaló un software biométrico para verificar que quienes se unían fueran mujeres y evitar así que los hombres accedieran.

Ocurrió entonces que un señor, de esos que no entienden que «no es no» y que se autoidentificaba como «mujer trans», llamado Roxanne Tickle, puso a prueba el software que distinguía a mujeres de varones y, obviamente, su acceso fue denegado. Tickle se quejó en todos los espacios y plataformas que encontró, diciendo que, como «mujer trans» debería ser admitido. Incluso intentó llamar al número personal de Sall y exigió hablar con ella, tal era su obsesión. Pero Sall se negó. Entonces Tickle la demandó. En 2022, el caso llegó a la Comisión Australiana de Derechos Humanos, cosa que no es baladí: que una comisión de DDHH sirva para canalizar obsesiones enfermizas. Tickle acusaba a Grover de discriminar su identidad de género y Sall sostenía que la app realizaba una discriminación de sexo totalmente legal y amparada en las leyes que protegían los espacios seguros para mujeres.

Comenzó el trajinar judicial y las presiones sobre Sall se acrecentaron. Pero Sall volvió a decir no. Era una mujer que seguía diciendo no a las intrusiones a su privacidad. También se negó a que la adoctrinaran con cursos y a que moderaran su app, así que no tuvo otra salida que cerrarla. Era una mujer sola, que estaba perdiendo todo y que seguía de pie negándose a la sumisión. Pero Tickle, (y el lobby que lo amparaba y financiaba y el Estado australiano que lo apoyaba), no se conformó y la siguió acosando. En agosto de 2024, el juez Robert Bromwich le dio la razón a Tickle y al poderoso ejército que se enfrentaba a una mujer sola. Bromwich argumentó que «la condición impuesta de tener que parecer una mujer cisgénero en las fotos enviadas a la aplicación Giggle tuvo el efecto de perjudicar a las mujeres transgénero que no cumplían esa condición». El Estado que no había respetado sus derechos y que la había dejado sin su empresa, obligó además a Sall a resarcir a Tickle con una importante suma de dinero. ¿Qué enseñanzas nos deja el caso Tickle vs Giggle? Muchas.

El juez Bromwich, en su veredicto, consideró que la exclusión de Tickle constituía una discriminación indirecta por motivos de identidad de género. No era una discriminación directa porque no era probable que Sall Grover pudiera saber cuál era la «identidad de género» de Tickle mirando su foto. El software no podía encontrar la «diferencia» entre un señor y una mujer transgénero (a veces, tener que poner por escrito estas obviedades nos hace dimensionar la distopía que estamos viviendo). Entonces el juez dijo que la discriminación era indirecta porque era «la imposición, o la propuesta de imposición, de una condición, requisito o práctica que tiene, o es probable que tenga, el efecto de poner en desventaja a una persona en relación con otra persona o personas que tienen una identidad de género diferente». Y aquí se abre una galaxia de arbitrariedades que es muy difícil de abarcar.

La Ley contra la Discriminación Sexual de Australia define la identidad de género como «la identidad, apariencia o gestos relacionados con el género u otras características relacionadas con el género de una persona sin tener en cuenta el sexo designado de la persona al nacer». Los que hicieron esta ley, como cualquiera de las leyes woke a las que el mundo se está sometiendo ovejunamente, no fueron capaces de definir taxativamente a qué se referían, dejando todo a la arbitrariedad de los jueces. La ley no especifica qué son esos rasgos de identidad, cuáles son esas características de una persona y cómo se reconocen esos gestos que son determinantes para reconocer una identidad. Pero evidentemente está hablando de estereotipos, esos contra los que se supone que se está luchando. Curioso, por decir lo menos. El juez Bromwich sostiene que la app discrimina a «personas que tienen las mismas características que la persona agraviada, que en este caso tienen la misma identidad de género que la Sra. Tickle, es decir, la de una mujer transgénero». El juez no sólo omite describir cuáles son esas características sino contra qué las contrasta o con quién las compara, o sea: ¿Tickle tiene «las mismas» características que quién? ¿Tickle es igual a quién y diferente de quién? Difícil esquivar lo evidente.

Los estereotipos suelen tener mala fama. Las interpretaciones basadas sólo en estereotipos mayormente intoxican la convivencia social, pueden generar tensiones familiares, cívicas y, antiguamente contaminaron las leyes y hasta obstaculizaron el desarrollo individual. Son un tipo de descripción que no da cuenta de la complejidad y singularidad personal, ni de la historia, logros o carácter; porque simplemente organizan promedios grupales. Uno de los logros de nuestra cultura occidental es (o era) haber superado esta deficiencia del conocimiento basado en estereotipos gracias al hito civilizatorio que significa que todas las personas son iguales ante la ley. Pero, al mismo tiempo, el ejercicio de estereotipar es en muchos casos necesario: no dejamos que un niño conduzca un camión ni ponemos a una anciana a cargar un mueble, en ambos casos estamos estereotipando. Se trata de una forma parcial pero rápida de obtener información con la que tomamos decisiones cuando la inmediatez es determinante. Puede no ser inteligente quedarse con la información primaria, pero es estúpido suponer que es posible omitirla. Todo el tiempo estamos estereotipando. El software de reconocimiento facial entendía esto y el juez Bromwich de alguna manera también, aunque encontró la manera de eludir lo evidente y salvar su pellejo.

Esa es la razón por la cual el señor juez, en la sentencia, no se metió en camisa de once varas cuando, sobre el sexo biológico, dijo que no era su papel emitir un juicio sobre las definiciones o características evolutivas o biológicas del sexo humano. En cambio, el juez dictaminó que Tickle había sufrido discriminación indirecta porque, según la jurisprudencia australiana, el sexo es «variable y no necesariamente binario». La app de Grover consideraba que el sexo es un concepto biológico y que la negación de acceso a Tickle constituía una discriminación sexual legítima, puesto que la aplicación estaba diseñada para excluir a los hombres. Bromwich, en cambio, sostuvo que Tickle era mujer, no por la biología sino porque así lo decía la ley que le había otorgado una identidad según su autopercepción. Como se verá en los próximos años, la gracia real de los políticos progresistas de otorgar identificaciones personales basadas en deseos y fantasías traerá infinitas (malas) consecuencias.

La sentencia de Bromwich resulta altamente peligrosa para las mujeres en todo el mundo. La razón es que la defensa de Giggle argumentó que la ratificación de la Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer (CEDAW) reconoce las necesidades específicas de las mujeres y obliga a los Estados firmantes a proteger los derechos de las mujeres, incluidos los espacios para personas de un solo sexo. La CEDAW es un tratado internacional adoptado por 186 países y los jueces de todo el mundo orientan sus sentencias nacionales en base a ejemplos jurídicos de otros signatarios, tal es el caso «Tickle vs Giggle». En el futuro, otros países que han ratificado la CEDAW, podrían considerar el caso «Tickle vs Giggle» como un fallo consultivo, y utilizarlo como precedente legal según el cual una persona tiene derecho a sentirse de un sexo distinto al que nació y por lo tanto a las cosas que están reservadas para dicho sexo. Vale decir que un tribunal puede no sólo decidir quién es una mujer y quién es un varón, sino que, mediante esa decisión, puede determinar la imposibilidad práctica de los espacios exclusivos para un sólo sexo, anulando la naturaleza de la CEDAW. Y todo esto por no aceptar que «no es no».

Por seguridad, confianza o por pudor, existen espacios o momentos en los que, mayoritariamente, nos sentimos más cómodos, protegidos o libres cuando estamos en espacios exclusivos para nuestro sexo. Tanto hombres como mujeres, por eso existen estos espacios y por eso solían estar garantizados. Una de las razones por las que se requieren espacios exclusivos para un solo sexo son las diferencias biológicas y la natural respuesta rápida que tenemos frente a ciertas circunstancias. Naturalmente preferimos que los lugares íntimos como baños o vestuarios sean exclusivos de un sexo. Pero los ejemplos son infinitos: los espacios de juego infantiles estereotipan por altura y peso para acceder a ciertos juegos. Existen servicios especiales para parejas y para solteros. Para jubilados, para adictos, para estudiantes, para profesionales. Siempre vuelven a aparecer  los estereotipos, porque para constituir estos espacios, naturalmente estereotipamos: en un congreso de cirujanos cardiovasculares sólo se admite a los que se agrupan en torno a esa característica primaria. Imaginemos si, basados en la autopercepción, un tribunal pudiera decir que quien se sienta jubilado puede acceder a una pensión, quien se sienta niño puede ingresar a un jardín de infantes y quien se sienta cirujano puede operar. Y que, en base a esa autopercepción, deben ser admitidos en el espacio exclusivo correspondiente.

No hay que imaginar mucho porque es lo que está pasando. Las mujeres ya no tienen derecho a sus espacios exclusivos: ni baños, ni deportes, ni siquiera se les concede una app. Las mujeres ya no pueden decir no. Y no hablamos de Afganistán o Mauritania, hablamos del corazón de las democracias liberales. Australia ha avalado, apoyado y financiado el acoso, la persecución y la estafa a Sall Grover de parte de un hombre al que se le dijo: NO. Las mujeres se han convertido en parias, en seres abstractos y prohibidos, tabúes que no se pueden nombrar ni describir, y mucho menos respetar.

Cuando Sall Grover dijo que no perdió todo. Todo menos su dignidad, claro, lo que es mucho decir, una enormidad si consideramos la forma en la que cientos de miles de periodistas, políticos, jueces, empresarios y todo tipo de ciudadanos han decidido ceder a los abusos misóginos de un lobby tan abusivo como intenso, capaz de perseguir toda disidencia, de buscar en cada rincón, de infiltrarse en cada intimidad hasta conseguir una validación que no pueden obtener de la realidad. Un lobby que le quitó a una mujer todo por no aceptar sus caprichos y que pretende hacernos creer que son una minoría vulnerable que necesita de cuidado, subsidios y leyes especiales, tan especiales que desafíen a la mismísima biología.

Los espacios exclusivos para mujeres son importantes. Los espacios exclusivos para un sexo son importantes. Los espacios exclusivos son un derecho y cualquier apelación a su exterminio no habla de diversidad sino de uniformidad y de opresión. Tal como están las cosas los espacios exclusivos pasarán a ser otra ofrenda sacrificada en el altar de los mandatos woke, que demandan que las mujeres se callen y acepten. Quedan algunas preguntas más flotando sobre la tragedia del caso «Tickle vs Giggle» ¿Por qué una persona desea habitar en un espacio en el que claramente no la quieren? ¿Hasta dónde puede llegar el intento de validación a la fuerza? ¿Qué mecanismo de aceptación social es la imposición judicial de una arbitrariedad que ni el juez puede describir? ¿Qué sociedad basa su cohesión en la imposición de dogmas y en las obsesiones de un lobby? ¿Realmente creen que ser mujer es una etiqueta, algo que puede ser y no ser, empezar y terminar, poner y sacar?, ¿Por qué tienen supremacía quienes se niegan a aceptar los límites de las mujeres? ¿No es no?

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