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La principal fuente de su vida de Jesucristo son los Evangelios canónicos

La verdad histórica sobre el Nacimiento de Jesús que desmiente los tópicos de origen pagano

Adoración de los pastores. El Greco

Al Imperio Progre el anglicanismo, el budismo, la New Age y el cristianismo sin Cristo no le molestan. Al contrario, le vienen bien para entretener las ansias de los humanos de buscar la trascendencia. Lo que no soporta es el catolicismo, que no nació de la lujuria de un rey inglés ni de la soberbia de un monje alemán, sino de la predicación del hijo de Dios.

Por eso, se producen todos los intentos de desacralizar el catolicismo, de convertirlo en un catálogo de buenas intenciones y una ONG. En esta tarea, los poderosos cuentan con la inestimable ayuda de muchos obispos, sacerdotes, monjas y hasta algún papa.

Hace pocos días, ya en diciembre, la revista National Geographic publicó un reportaje de una «periodista especializada en temas de actualidad» en el que recogía los tópicos sobre el origen pagano de la fiesta del 25 de diciembre y su supuesta apropiación por los cristianos. La verdad histórica es mucho más complicada y ambivalente.

La Pasión y la Natividad

La principal fuente (no la única) de la vida de Jesucristo son los Evangelios canónicos, pero sólo dos de los evangelistas, Mateo y Lucas, relatan su nacimiento. La minuciosidad con que se narran la Pasión y la Resurrección del Mesías y se describe la Judea contemporánea, aquí escasea. En estos textos no aparecen ni la fecha del alumbramiento ni, por ejemplo, el número y los nombres de los magos de Oriente que adoraron al Niño.

Además, los autores cristianos más antiguos tampoco se ocuparon de este asunto; sí, en cambio, de fijar la Pascua de Resurrección. Tan importante era ésta que impulsó varias reformas del calendario, en la última de las cuales, que entró en vigor en 1582, se debió a la insistencia de Felipe II y los trabajos de la Universidad Salamanca.

Según Clemente Alejandrino, muerto en el 215, en Oriente las fechas que algunos barajaban eran el 20 de mayo, el 20 de abril y el 17 de noviembre. Él añadía que estos teólogos «no se contentan con saber en qué año ha nacido el Señor, sino que con curiosidad demasiado atrevida van a buscar también el día». En el 243, un autor anónimo la fija el 28 de marzo. Como deduce Mario Righetti (Historia de la liturgia), «esta extraña variedad de opiniones demuestra que en aquellos primeros siglos no sólo no existía una tradición en torno a la fecha de la Navidad, sino que la Iglesia no celebraba la fiesta; de lo contrario, entre tanta diversidad de pareceres, se habría hecho una cuestión candente, como sucedió para determinar la solemnidad de la Pascua».

Por el Depositio Martyrum filocaliana, un esbozo de calendario litúrgico de mediados del siglo IV que se remonta al año 336, sabemos que la fiesta de la Navidad se celebraba entonces en Roma. A la vez, en Oriente se celebraba el 6 de enero la Epifanía, es decir, la manifestación pública de Jesús, que es de tres tipos: a los Magos, a Juan el Bautista con su bautizo y a sus discípulos con el milagro de las Bodas de Caná. Righetti escribe que la celebración de la Epifanía «en Roma, en el 353, debía ya coexistir con la fiesta del 25 de diciembre».

¿Rivalidad con mitra?

Las razones exactas para escoger esa fecha se desconocen. La más extendida es que la Iglesia romana había querido sustituir la fiesta pagana que se celebraba ese día del Sol Invicto, Mitra, que en el solsticio de invierno derrotaba a las tinieblas. El emperador militar Aureliano trató en su corto reinado (270-275) de imponer el Sol como culto unificador del Imperio. A tal fin levantó en honor de Mitra un lujoso templo en Roma, que se inauguró un 25 de diciembre, y unos festivales. Sin embargo, para Righetti «es muy extraño, por ejemplo, que una novedad de este género realizada al principio del siglo IV sea callada completamente por los Padres y los escritores eclesiásticos».

Hay referencias (sermones y discursos) en que se califica a Cristo como “sol de justicia y sol visible”, cuando el día comienza a crecer, como hace San Agustín.

Otra explicación parte de la creencia difundida a principios del siglo III de que la muerte de Cristo había ocurrido el 25 de marzo (lo que era incorrecto, porque ningún viernes 25 de marzo de entre los años que pudo morir el Mesías cae en el plenilunio o en el día siguiente a la Pascua judía). A continuación se asociaba la muerte con el nacimiento: Cristo, dada su perfección, sólo podía haber pasado en la Tierra un número exacto de años, porque las fracciones son imperfecciones. Si el Redentor fue concebido un 25 de marzo, su natalicio ocurrió nueve meses después: 25 de diciembre.

De Roma, la fecha natalicia pasó a Milán, seguramente introducida por San Ambrosio, y a otras diócesis italianas como Turín y Rávena. Luego se trasladó a Oriente. En Constantinopla la introdujo Gregorio Nacianceno hacia el 380-381, para inaugurar la iglesia de la Anástasis. Posteriormente, llegó a Jerusalén.

La peregrina y viajera hispana Egeria, que realizó un largo viaje de Egipto a Mesopotamia entre el 381 y el 384, cuenta en su famoso libro Itinerarium ad Loca Sancta que el nacimiento de Cristo se conmemoraba el 6 de enero con dos estaciones, una nocturna en Belén y otra diurna en Jerusalén. Durante la estancia de Santa Melania (431-439), la Navidad se celebraba ya el 25 de diciembre.

Aunque a principios del siglo V, en numerosos monasterios de Egipto la natividad de Cristo seguía celebrándose el 6 de enero, poco más tarde se trasladó al 25 de diciembre. Ese día del año 432, Pablo de Emesa pronunció ante Cirilo de Alejandría un discurso sobre la Navidad.

Como concluye Righetti, «así, en poco más de un siglo, la gran fiesta occidental había invadido todo el mundo cristiano».

Juan Bautista decrece y Cristo crece

Dos siglos más tarde, Beda el Venerable (672-735) da otra explicación, y la asocia con la festividad de San Juan Bautista. El nacimiento de Juan se conmemora en el solsticio de verano, cuando la duración de los días empieza a disminuir, y el de Jesús cuando comienzan a aumentar.

En su última predicación, antes de ser apresado por Herodes, Juan el Bautista (Juan 3, 28-31) dijo a la multitud que le seguía que él no era el Mesías, aunque le había visto, en alusión al bautismo de Cristo, y a partir de entonces añadió, «Él tiene que crecer y yo tengo que menguar«. Y por eso Beda escribió: «Es, pues, normal que la claridad del día comience a disminuir a partir del nacimiento de Juan puesto que la reputación de su divinidad iba a desvanecerse y pronto iba a desaparecer su bautismo. De la misma manera es normal que la claridad de los días más cortos vuelva de nuevo a crecer a partir del nacimiento del Señor».

¿Pudo haber ocurrido el nacimiento más importante de la Historia en otra fecha? Pues sí. Y también en la citada noche del 24 al 25 de diciembre. Así pudo exponer G. K. Chesterton otro simbolismo de esa noche, al menos para los cristianos que vivimos en el hemisferio norte: «Que el Hijo de Dios naciese en diciembre significa algo: que Cristo no es meramente el sol de verano de los prósperos sino la hoguera del invierno de los desafortunados».

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