Mientras la ONU, la Cruz Roja, la OMS y algunas de las ONG más influyentes del planeta siguen predicando sobre derechos humanos y protección a los más vulnerables, las cifras y los testimonios muestran otra realidad: la de una maquinaria plagada de abusos sexuales que son encubiertos de forma sistemática.
Uno de los grupos señalados son los Cascos Azules de la ONU. Sólo en Haití, entre 2004 y 2017, al menos 2.000 mujeres y niñas fueron víctimas de violaciones y explotación por parte del personal de la ONU. Muchas de ellas quedaron embarazadas y fueron abandonadas sin ningún tipo de ayuda.
En la República Democrática del Congo, el patrón fue igual o peor: entre 2004 y 2006 se reportaron más de 140 casos vinculados a la Misión de las Naciones Unidas en la República Democrática del Congo (MONUC). Violaciones, sexo a cambio de comida y dinero, prostitución forzada… todo con el sello de las Naciones Unidas.
Y no son casos del pasado. En 2023, nueve Cascos Azules sudafricanos fueron repatriados tras ser acusados de agresión sexual en el este del Congo. En 2024, la propia ONU reconoció 125 víctimas por «inconducta sexual», 65 de ellas mujeres violadas. La mayoría acabó dando a luz sin apoyo alguno. Desde 2006, se acumulan más de 750 demandas de paternidad por parte de mujeres abandonadas por soldados de la ONU. Más de 500 siguen sin resolverse.
Mientras tanto, la inmunidad diplomática protege a los agresores y deja a las víctimas sin justicia.
Las ONG tampoco escapan de este lodazal. Oxfam fue protagonista en 2018 cuando se supo que sus trabajadores en Haití contrataron prostitutas —algunas presuntamente menores de edad— tras el terremoto de 2010. Su filial española, Oxfam Intermón, admitió cuatro casos de «mala conducta sexual», incluyendo acoso, intimidación y pago por sexo. El patrón se repite: abusos, despidos sin consecuencias penales y promesas vacías.
Plan International también reconoció seis casos de abuso sexual infantil entre 2016 y 2017, incluyendo agresiones por parte de personal propio. Aunque se reportaron a las autoridades, los resultados siguen sin conocerse.
Ni siquiera la Organización Mundial de la Salud (OMS) se libra. Entre 2018 y 2020, en plena emergencia sanitaria por el ébola en el Congo, se denunciaron 83 casos de abuso y explotación sexual, 21 de ellos implicando a empleados directos de la OMS. Algunas víctimas denunciaron haber sido embriagadas y obligadas a mantener relaciones sexuales dentro de hospitales.
La reacción del director general, Tedros Adhanom Ghebreyesus, se limitó a pedir disculpas y prometer reformas. Cuatro trabajadores fueron despedidos. Fin de la historia. Ni un juicio. Ni una condena.
El Comité Internacional de la Cruz Roja, por su parte, reconoció en 2018 que 21 empleados habían sido despedidos o forzados a renunciar por pagar por sexo desde 2005. Dos más fueron apartados por sospechas. No se ofrecieron detalles ni se informó de acciones judiciales. Lo único que quedó claro es que su política interna «prohíbe pagar por sexo», incluso donde es legal. Pero eso no impidió que ocurriera durante más de una década.
En 2024, el fiscal jefe de la Corte Penal Internacional, Karim Khan, fue acusado de abuso sexual y coacción por parte de una abogada de la CPI. La mujer aseguró haber sufrido tocamientos, presión para mantener relaciones sexuales y haber sido encerrada en la oficina de Khan. La denuncia fue rápidamente archivada por el mecanismo interno, que ni siquiera interrogó al acusado. Sólo tras una ola de presión internacional, se anunció una investigación externa. El caso, a día de hoy, sigue abierto.
El denominador común de todos estos escándalos es la impunidad. Las víctimas —la mayoría mujeres y niñas pobres— son revictimizadas, silenciadas o abandonadas. Denunciar a un miembro de la ONU o de una gran ONG implica enfrentarse a la indiferencia, al estigma y, a menudo, al peligro.
Mientras tanto, las organizaciones implicadas siguen lanzando campañas, firmando acuerdos internacionales y llenándose la boca con grandes palabras como «igualdad», «derechos» y «justicia social». Pero tras ese discurso, lo que hay es un sistema blindado, incapaz —o más bien reacio— a castigar a sus depredadores internos.