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Pañuelo palestino sí, sombreros no: el selectivo mandato ‘woke’ de la apropiación cultural

Pañuelo palestino. Europa Press

Durante la gira de Taylor Swift por Escocia, un miembro de su elenco, el bailarín Kameron Saunders, se quiso comprar un kilt, la falda típica escocesa. Este hecho menor, que replica lo que cualquiera de nosotros hace al comprar elementos típicos cuando visita un lugar cualquiera, se convirtió en noticia. Resulta que Kameron dijo que «siempre había querido una falda escocesa auténtica», pero temía ofender a los escoceses porque se podría entender como «apropiación cultural» La cosa es que el buen Kameron solucionó este trágico problema porque se sometió a un curso intensivo proporcionado por el vendedor de las faldas. Vale decir, una de las ofensas estrella de la cosmogonía woke se puede enmendar conversando un rato con el vendedor de productos regionales. Magnífico conjuro, haberlo sabido antes.

Más tarde Kameron posó «con orgullo» con su falda escocesa en Charlotte Square, cerca de la residencia oficial del primer ministro de Escocia e hizo rimbombantes declaraciones: «Siempre quise una falda escocesa auténtica, pero quería ser muy respetuoso con la cultura», dijo Saunders. «Así que antes de comprar tuve una extensa conversación con el vendedor que me educó maravillosamente sobre faldas escocesas, accesorios, apellidos escoceses, el cardo, etc. Me aseguró que podía usar este atuendo con orgullo. ¡Así que eso es lo que estoy haciendo!», escribió en su Instagram. Cuesta no mofarse de la situación, imaginando al vendedor de kilts, que se sustenta de vender kilts, otorgando la bula para portar kilts a los desquiciados wokes que quieren la dichosa pollera pero temen ser señalados por ello. ¡Claro que te dijo que podías usar el kilt, Kameron, es un vendedor de kilts! Pero el vendedor tenía razón, nadie se ofendería por ver a una persona de cualquier otro país luciendo una falda escocesa. Ni comprando un mate en Argentina, ni comiendo tapas en España, ni usando un llavero de la Torre Eiffel adquirido en un comercio al costado del Sena. Nadie, o casi nadie, porque la mayoría de las personas no está loca, ni se preocupa de las tonterías inventadas por la banda más tonta y ruidosa de todos los tiempos, la de los activistas woke.

Desgraciadamente la anécdota de Kameron no es un caso aislado, se ha instalado esta perniciosa idea de que existen «culturas con dueños» y que para hacer uso de ellas se requiere de un aval especial de alguien «nativo» de esa particular cultura. La teoría hace agua por todos los costados, es ridícula hasta el tuétano, pero MacGregor and MacDuff, uno de los más importantes fabricantes de faldas escocesas de Edimburgo, se ha visto necesitado de publicar artículos asegurando a sus clientes que no serán acusados ​​de racismo. Con la instalación del concepto de «apropiación cultural» se extiende el peligro hasta de disfrazar a niños y verse acusado de cometer uno de los pecados más graves inventados por la progresía del siglo XXI, que sostiene que es ofensivo usar elementos de cualquier cultura que no sea la propia porque se causa el dolor y humillación a las personas cuyos antepasados ​​los usaron.

Esta histeria ilustra un integrismo que impone una nueva frontera en el creciente imperio victimismo autopercibido, y que sostiene que la gente no debe hacer, comer o usar algo debido a su raza u origen étnico. Se trata de racismo en toda regla, y es un principio complicado si lo aplicamos consistentemente. Deberíamos dejar de hacer yoga, comer sushi o tacos, escuchar soul y vaya uno a saber cómo podríamos purificar las ciencias para aplicarlas sin los aportes multiculturales que se arrastran desde hace siglos. Toda nuestra cultura ha sido influenciada y, por lo tanto, «apropiada». La izquierda promueve su condescendiente imagen de ser culturalmente diversa, abierta y cosmopolita, pero la doctrina de la “apropiación cultural” muestra su obsesión por la pureza racial. No deja de ser una forma altamente intelectualizada de ignorancia.

La misma corriente que es incapaz de clasificar a alguien basándose en el criterio biológico de ser mujer o hombre, apela a la etnicidad biológica para adjudicar la propiedad de una vestimenta, un peinado o una comida. Parece contradictorio, pero no lo es desde la vereda woke. Y es que «la raza» es un mecanismo de apalancamiento que no pueden darse el lujo de abandonar en el juego de la interseccionalidad sobre el que ordenan su poder. Desde el surgimiento de la teoría crítica de la raza el wokismo ha reforzado los llamados a la culpa, las reparaciones y la humillación según el color de piel.

En términos generales, el concepto pretende otorgar propiedad de los fenómenos culturales a los miembros del grupo que los creó para enfrentar la asimilación de culturas minoritarias a la cultura «blanca dominante» y por eso la apropiación cultural no se aplica a la cultura blanca, que no puede ser objeto de reclamos de apropiación. Resulta curioso, porque la fuente de este delirio es la teoría del privilegio, que busca sancionar a la cultura dominante con la esperanza de deshacer la desigualdad estructural y sistémica. En este sentido, la teoría de la apropiación cultural implica que existe algo como «la cultura blanca» pero que es abierta a todos, mientras que las culturas minoritarias deben permanecer impermeabilizadas para su protección. Lo paradójico es que vuelve a la cultura abierta a todos más universal, una cultura franca que une la comprensión del mundo, garantizándole un rol hegemónico. Convierten a «la cultura blanca» en «la cultura universal».

Por supuesto que esto no tiene goyete. Las culturas no tienen fronteras ni aunque se lo propongan, ni en la película ni en la foto. Cualquier manifestación cultural actual es una sumatoria de infinitas influencias y se nutre de ellas permanentemente. Nadie vive dentro de los límites de «su cultura» porque es imposible hacerlo, de manera que, si adoptar algo de otra cultura es pecado, todos somos pecadores. Ninguna cultura sobrevive estancada y la originalidad no existe. En consecuencia nadie puede reclamar o cobrar peaje por el uso de los elementos de ninguna cultura. Mucho menos prohibir dicho uso.

Sin embargo la locura se impone fácil: en 2015, unos estudiantes vietnamitas del Oberlin College se quejaron porque el comedor de la escuela vendía un sándwich vietnamita tradicional Banh Mi lo que los ofendía porque se apropiaban de su cultura. Pero lo peor es que la administración del comedor ¡se disculpó y prometió trabajar duro para ofrecer menús culturalmente sensibles! En 2018, otros estudiantes, esta vez de la Universidad de Kent decretaron que era irrespetuoso disfrazarse de nativo americano y en 2019, estudiantes de la Universidad de Sheffield denunciaron que era insensible llevar sombrero. Los casos se acumulan, por ejemplo el de una chica de secundaria de Utah que fue insultada por usar un vestido de estilo chino en su fiesta de graduación.

Es en las universidades donde prenden mayormente estas ideas y, sin embargo, hemos visto crecer y multiplicarse, también en las universidades, el uso de otra prenda proveniente de “otra cultura” que escapa a la condena de apropiación cultural. Se trata de la keffiyeh: el típico pañuelo palestino que se ha vuelto la prenda insignia de las protestas antiisraelíes en todo el mundo. Y lo están usando los manifestantes que son mayoritariamente blancos, occidentales y acomodados, pero nadie se ha quejado. Para usar la keffiyeh no hay que hacer un curso de historia con ningún vendedor, no se necesita garantizar que la fabricación sea de origen y se puede usar de tocado, cinturón, bufanda pero, principalmente, para cubrir la cara mientras se rompe todo y se amedrenta gente. Aparentemente, se considera aceptable cualquier apropiación cultural si se usa para dinamizar la delincuencia woke.

La amenaza es evidente y por eso el pobre Kameron Saunders quiso curarse en salud, enarbolando la bula otorgada por el vendedor de kilts. La ofensa es inherentemente arbitraria y la apropiación cultural tiene menos que ver con la falta de respeto o la intolerancia cultural que con el refuerzo de la política opresor-oprimido a través de la cual la izquierda modela al mundo. Claro que no se trata de cortesía, sino del poder de la victimización, artilugio por el cual las personas deberían sentirse culpables por lo que hicieron sus antepasados. Pero eso es también falaz. Por caso, ¿deberían sentirse culpables los descendientes de Alejandro Magno por la opresión de sus conquistas? ¿Y los descendientes de Genghis Khan por la forma en la que sometió al mundo? ¿Qué hacer con los descendientes de los enriquecidos por los mercados musulmanes de esclavos que florecieron en la costa de los Estados berberiscos del norte de África? ¿Deberían pagar los descendientes del imperio azteca por los atroces sacrificios humanos? ¿Están habilitados todos estos tataranietos para usar artefactos de otras culturas?

Claramente, las acciones de nuestros antepasados ​​no se nos pueden reprochar a nosotros y por supuesto que los intercambios culturales no siempre han sido amistosos. ¿Y qué? Ya no están vivos ni víctimas ni victimarios. Pero incluso si algunas pobres almas torturadas por su resentimiento y complejo de inferioridad se sintieran ofendidos: ¿cuál es el problema? ¿Deberíamos todos bailar al ritmo de estos lunáticos? ¿Por qué el Sr. Saunders debe humillarse para comprar un simple souvenir?

Es evidente la búsqueda instrumental de la victimización de la izquierda. Pero también es una de las características más opresivas de la vida actual, la constante, cobarde e innecesaria capitulación ante los mandatos woke, por más ridículos y contradictorias que estos sean. La teoría de la «apropiación cultural» es tal vez uno de los más absurdos de esos mandatos, pero a la vez uno de los más peligrosos. En principio por el evidente despotismo y arbitrariedad con que se aplica, pero sobre todo por los reclamos de pureza cultural y racial. La apropiación cultural es la confesión de parte de que son un culto racista e integrista que considera que las culturas no pueden mezclarse. No importa que se digan diversos y cosmopolitas, en los hechos cosifican a las personas según una idea tan anticuada y caduca como «la raza». La apropiación cultural es un imperativo que detesta «al otro», una idea imbécil y criminal incluso para los estándares woke, y eso es mucho decir.

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