«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.
Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.

10-13 de julio de 1997: por qué, al final, ganó Txapote

11 de julio de 2023

El 10 de julio de 1997 ETA secuestró al concejal del PP en Ermua Miguel Ángel Blanco. Tres días después le asesinaba. El asesino, el que descerrajó dos tiros en la nuca de Miguel Ángel Blanco, era Txapote. El mismo Txapote que hoy, veintiséis años después, le restriegan por el rostro a Pedro Sánchez.

Esta historia merece ser contada, porque sin ella y, sobre todo, sin lo que pasó después, no se entiende nada de la deriva de España en los últimos veinte años. En marzo de 1996, la derecha, después de más de trece años de hegemonía socialista, había ganado unas elecciones. La vieja Alianza Popular de Manuel Fraga se llamaba desde tiempo atrás Partido Popular (PP) y su líder era José María Aznar, un inspector de finanzas del Estado de 43 años; una generación nueva. La victoria electoral del PP resultó muy ajustada. Sin mayoría absoluta, la única opción para Aznar fue pactar con los nacionalistas catalanes y vascos. Las cesiones de Aznar para poder gobernar en solitario fueron muchas y muy graves; entre otras, el desmantelamiento del propio PP en Cataluña.

Así como el PSOE hizo cosas que a la derecha no se le habrían tolerado, también el PP tomó decisiones que a la izquierda le habrían supuesto mucho más coste. Por ejemplo, la eliminación del servicio militar obligatorio. Por ejemplo, la condena del alzamiento del 18 de julio de 1936 en las Cortes (el 20 de noviembre de 2001). También por ejemplo, la aceleración de las transferencias de poder a las comunidades autónomas. Y todo ello en un contexto donde el principal problema era la política económica, terreno donde el ejecutivo de Aznar obtuvo importantes logros. Las reformas económicas permitieron al país estar en condiciones de entrar en la moneda única europea. El aparato de comunicación del Gobierno popularizó la expresión «España va bien«. Era verdad. Menos en una cosa.

El espíritu de Ermua

El 1 de julio de 1997 la Guardia Civil liberaba a José Ortega Lara, un funcionario de prisiones que había permanecido secuestrado en un minúsculo zulo durante 532 días. Las imágenes de su liberación impresionaron fuertemente a la sociedad española. ETA acusó el golpe. Reaccionó como solía: el 10 de julio secuestró a Miguel Ángel Blanco y amenazó al Gobierno con matarle si no acercaba a todos los presos de ETA a cárceles del País Vasco. El Gobierno no podía ceder a la extorsión. ETA tiroteó a Blanco y lo abandonó en un descampado. Aunque fue hallado aún con vida, falleció el 13 de julio.

El asesinato de Miguel Ángel Blanco fue un puñetazo en el rostro de todos los españoles y muy especialmente de la sociedad vasca, sometida hasta entonces a una sórdida atmósfera de miedo e impotencia. Hubo manifestaciones por todas partes. A eso se lo llamó «espíritu de Ermua«. Incluso el PNV, empujado por el clima social, rompió su habitual equidistancia. Por primera vez, el pueblo se lanzó contra ETA y, muy importante, contra sus apoyos políticos. Era patente para todo el mundo que el terrorismo no existiría si no tuviera fuertes anclajes en el mundo institucional. Dicho de otro modo: una amplia mayoría social entendió que la fuerza del terrorismo se debía, muy principalmente, al peso que el propio sistema había conferido a los nacionalismos. Era el momento de actuar contra ellos. Ese día todo pudo haber cambiado. Pero no cambió. No cambió porque el Gobierno prefirió reorientar la indignación popular. Los nacionalismos periféricos formaban parte del sistema de 1978 desde su inicio; culpabilizarlos ahora sería tanto como rectificar un elemento básico del modelo. Así que, poco a poco, el llamado «espíritu de Ermua» se difuminó.

Quien sí sacó las consecuencias oportunas de la nueva atmósfera fue el nacionalismo, que se apresuró a fortalecer sus posiciones. El 16 de julio de 1998 los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos firmaban en Barcelona una declaración donde reivindicaban sus propias realidades nacionales. Al mismo tiempo, los nacionalistas vascos negociaban con ETA un pacto para lograr un alto el fuego a cambio de la creación de una «estructura institucional única y soberana» que abarcara las tres provincias vascas y Navarra. En la misma senda, en septiembre de 1998 los partidos nacionalistas vascos, incluida Herri Batasuna, rostro político de ETA, firmaban en Estella un pacto inspirado en el proceso de paz en Irlanda que venía a reafirmar una posición semejante: la autodeterminación como horizonte para la paz. Ante la nueva situación, el Gobierno de Aznar abrió una ronda de conversaciones con ETA; no llegaron a ningún lado. Con quien sí pactó una tregua ETA fue con el PNV; acto seguido, el brazo político de la banda apoyaría al PNV en el Parlamento vasco.

Cuándo se rompió el consenso

Hasta ese momento había existido un consenso de fondo entre la derecha y la izquierda españolas para hacer frente al problema terrorista. Todo eso empezará a cambiar a partir del año 2000. En las elecciones generales de marzo de ese año, el PP de Aznar había obtenido una rotunda mayoría absoluta. El PSOE se hundió. A la cabeza del partido llegó entonces un candidato que se había construido cierta fama de moderado renovador: José Luis Rodríguez Zapatero. En principio, nada hacía presagiar cambios de calado en la política española. De hecho, en diciembre de aquel mismo 2000 Zapatero suscribía con Aznar un Pacto antiterrorista que criticaba sin reservas a los nacionalistas vascos y subrayaba lo esencial: no cabía hacer ninguna concesión política a cambio del fin de la violencia. Ese año ETA iba a matar a 23 personas; entre ellos, al exministro socialista Ernest Lluch. Lo que nadie sabía entonces era que, mientras Zapatero firmaba el pacto, el socialista vasco Eguiguren, de acuerdo con su líder, abría una vía de diálogo con el mundo de ETA. Se estaba cocinando un brusco cambio.

El cambio llegó tras las elecciones vascas de mayo de 2001. Aquellos comicios fueron especialmente trascendentales porque, por primera vez, el PP y el PSOE presentaban una estrategia común para apartar al nacionalismo vasco del poder. Frente al nacionalismo, Constitución. La unión de ambos, sin embargo, no fue suficiente y, aunque por muy poco, el PNV logró mantener el gobierno. Algunas voces en la izquierda sacaron una conclusión nítida: nunca más ir de la mano de la derecha. El 18 de mayo, Juan Luis Cebrián, director del diario El País, cabecera de referencia de la izquierda española, publicaba un artículo titulado El discurso del método donde indicaba un nuevo camino para el PSOE: apartarse del PP y buscar acuerdos con los nacionalistas en Cataluña y el País Vasco. En otros términos: para Cebrián, los que no cabían en la Constitución ya no eran los nacionalistas, sino la derecha. La España constitucional, tal y como se había construido en 1978, estaba dejando de existir.

Zapatero tomará buena nota de la consigna, y no sólo él, sino también los nacionalistas así vascos como catalanes. A partir de ahora, el gran enemigo será Aznar, el PP, la derecha en general y, por extensión, la España unitaria. El Gobierno de Aznar estaba consiguiendo éxitos muy importantes en la lucha contra ETA: una nueva Ley de Partidos había dejado fuera de la ley a Batasuna, la representación institucional de los terroristas, y la actuación policial iba neutralizando poco a poco los centros neurálgicos de la organización. El PSOE, en principio, apoyaba esta política, pero, al mismo tiempo, tendía otros puentes. En diciembre de 2003, en Cataluña, los socialistas formaban gobierno con los separatistas de Esquerra y con los comunistas y se comprometían, en el llamado Pacto del Tinell, a huir de cualquier acuerdo con el PP. Un mes después, el vicepresidente de ese gobierno catalán, el independentista Carod Rovira, pactaba por separado una tregua con ETA. Algo muy inquietante surgía en el horizonte. Algo que ha terminado tomando forma hoy.

Salvar al sistema o salvar a la nación

Hoy, veintiséis años después de aquellas luctuosas jornadas de Ermua, el partido de Txapote se ha convertido en una fuerza política decisiva no sólo en el País Vasco, sino en el control del Estado. Hoy, veintiséis años después, el partido de Txapote ha impuesto sus criterios, por ejemplo, en la denominada ley de memoria democrática, y toda la izquierda y una parte no desdeñable de la derecha le rinde vergonzosas reverencias.

Hoy, veintiséis años después, una generación que no vivió el asesinato de Miguel Ángel Blanco le grita a Sánchez «que te vote Txapote», y está bien que así sea, porque Sánchez se lo merece, pero a esa generación hay que explicarle que, visto con perspectiva, el que ha ganado es Txapote. Porque sólo así, explicándolo, se logrará dar la vuelta a esa infamia. Y, ante todo, hay que sacar la enseñanza oportuna: la España del 78 empezó a hundirse cuando las instituciones pusieron más empeño en salvar a los nacionalismos periféricos, es decir, al sistema de poder, que en salvar a la nación de todos. Rajoy tuvo la oportunidad de rectificar eso y, cobarde, ni siquiera lo intentó. Mañana el dilema será el mismo: salvar al sistema o salvar a la nación. Nadie ignore que los dados están ya corriendo sobre la mesa.

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