El término «cisne negro» fue popularizado por Nassim Taleb para definir un suceso imprevisible, de impacto decisivo y que sólo se puede explicar a posteriori. No es necesariamente una catástrofe: puede ser también un hecho de consecuencias globalmente positivas. Lo fundamental es su condición de impredecible. Hoy, cuando se abre la ventana del año 2025, mucha gente está apostada tras los cristales esperando que el cisne negro aparezca. En la mayoría de los casos, lo que se espera es un hecho catastrófico. Lo cual no deja de ser contradictorio, porque el cisne negro, por definición, es inesperable. De modo que tal vez el cisne, si aparece, será negro para la mayoría, pero blanco para el reducido número de los entendidos. ¿Aparecerá? Sí, claro. Siempre puede aparecer. Pero lo que alimenta los temores no es que veamos la silueta del cisne negro dibujándose contra el cielo, sino que ese cielo, el paisaje que nos rodea, es tan extremadamente explosivo que la aparición del ave sólo puede ser mensajera de calamidades. Y eso por ceñirnos sólo a Europa.
El primer elemento de temor es el panorama económico (cosa lógica en una civilización esencialmente económica como lo es la occidental moderna). La zozobra económica tiene sobre todo dos fuentes. Una es la deuda, absolutamente desquiciada. Francia acaba de batir récord histórico de deuda. Italia, Alemania y España también están ferozmente endeudadas. Esto es especialmente grave por la segunda fuente de la zozobra: el colapso industrial. En condiciones de alta productividad, la deuda puede ser simplemente un instrumento para crecer más. Pero si el paisaje es de contracción del crecimiento industrial y comercial, como está ocurriendo en Europa, entonces esa deuda es un veneno letal que sólo augura pobreza. La crisis industrial trae causa, a su vez, de la transformación del modelo energético, que está perjudicando a los europeos en su conjunto, pero que beneficia, oh, casualidad, a los tenedores de gran parte de esa deuda. Esto quiere decir, lisa y llanamente, que los gobiernos europeos han perdido el control de sus economías. Y enfrente hay dos poderosos competidores, China y los Estados Unidos, que mantienen el timón bien firme.
El segundo factor de miedo es, evidentemente, el geopolítico, que en los últimos años se ha vuelto extremadamente volátil. La extensión de la OTAN hacia el este y la explosión programada de sucesivas crisis en el escenario de Oriente Próximo han conducido a una rápida redefinición del orden internacional en dos bloques cada vez menos compatibles: por un lado, la anglosfera y sus aliados, con una Europa enteramente vasallizada, y por otro, el bloque eurasiático (esencialmente China y Rusia), en una suerte de nueva guerra fría que está escalando a unos niveles de tensión impensables hace sólo cinco años. La tensión en el escenario político mundial repercute a su vez en el cuadro económico, agravándolo.
Una tercera fuente de temor es la situación política. Con la excepción de Italia, todos los demás países se encuentran sumidos en crisis de rasgos inéditos. En Francia el sistema de la V República se ha hundido, con un presidente que gobierna de forma cada vez más autoritaria apoyándose en minorías. El Reino Unido ha entrado en una deriva demencial. Alemania intenta por todos los medios (todos) mantener su bipartidismo imperfecto frente al ascenso imparable de Alternativa. España camina aceleradamente hacia un modelo autocrático sin otro proyecto que la fragmentación del país. En Rumanía, como hemos visto, se ha dado un golpe institucional para anular unas elecciones democráticas y nadie ha movido una pestaña. Todo eso sucede en sociedades ya rotas por las consecuencias de la inmigración masiva y la pérdida de los elementos básicos de la cohesión nacional. El paisaje general camina no tanto hacia guerras civiles larvadas como hacia escenarios de puro nihilismo donde el orden de los viejos Estados desaparece sin que nada nuevo tome su lugar.
Detengámonos aquí: crisis económica, crisis geopolítica, crisis política… No son esferas independientes: son sistemas conectados que interactúan y se modifican recíprocamente. La conjunción de todos estos vectores de crisis nos sumerge en un mar de incertidumbres. Es verdad que, hasta aquí, no hay nada que pueda considerarse realmente como un “cisne negro”: todo este marasmo es perfectamente descriptible, como descriptibles son sus causas. El problema es que, en un escenario tan frágil, cualquier cosa puede pasar, y ese sería el cisne negro en cuestión. Imaginemos, por ejemplo, que la Unión Europea, obligada a mantener un modelo económico que deteriora sin tregua el paisaje social, adopta medidas de coerción política para controlar a sus ciudadanos (en la línea de lo que Úrsula von der Leyen acaba de anunciar en nombre de la «protección de la democracia»!). Esas medidas coercitivas, en un contexto de por sí tenso por la inmigración y la depauperación de las clases medias, entre otros factores, podrían provocar una respuesta que pusiera en cuestión el conjunto del sistema, tanto en lo económico como en lo geopolítico. Esto significaría una crisis general del modelo. Y en el seno de esa crisis es donde podría aparecer lo imprevisible.
Ahora mismo hay centenares de estudiosos escudriñando el cielo, tratando de anticiparse a lo que pueda pasar. A partir de ahora, en Europa, vamos a asistir a una concatenación de medidas coercitivas orientadas a prevenir la aparición de lo inesperado. Vamos a ser más pobres y también menos libres. Pero el cisne negro, por definición, es precisamente eso: inesperado. Y tal y como se están poniendo las cosas, quién sabe: incluso puede ser bueno que aparezca.