«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Periodista, escritor e historiador. Director y presentador de 'El Gato al Agua' de El Toro TV.
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3.397 oligarcas contra el pueblo exsoberano

6 de agosto de 2024

El señor presidente del Gobierno de España ha resuelto encomendar el destino de la nación española a 3.397 españoles que odian a España. Esos 3.397 son los militantes de Esquerra Republicana de Cataluña que han decidido dar vía libre a la investidura de Salvador Illa como presidente del gobierno regional catalán a cambio de una serie de concesiones que suponen, lisa y llanamente, la desaparición de España como Estado nacional. La oligarquía es, por definición, el gobierno de unos pocos, y uno de los problemas habituales del observador es reseñar la nómina de los oligarcas. ¿Quiénes son esos que mandan por encima y por debajo de cualquier democracia? En España, hoy, lo tenemos muy claro: la oligarquía son esos 3.397 ciudadanos que, condescendientes, se han avenido a acariciar el lomo que Sánchez, reptando, les ofrecía.

El paso de Sánchez es ciertamente audaz, pero en realidad no puede decirse que sea sorprendente. Lo sorprendente habría sido que Sánchez, cuando pudo hacerlo, hubiera tratado de afianzar su mayoría buscando pactos con un PP —el de Casado— que ardía en deseos de entrar por ese aro. Pero Sánchez nunca ha querido eso, al revés: desde muy pronto sus gobiernos mostraron que lo que tenían en la cabeza era una rectificación en sentido confederal, disgregador, de la nación española. Se vio claro con aquel célebre acto fallido de Juan Carlos Campo, entonces ministro de Justicia y hoy magistrado del Tribunal Constitucional, cuando habló de que España estaba en «crisis constituyente». Desde entonces los sucesivos gobiernos de Sánchez no han tomado una sola decisión que permita pensar que trabajan para otra cosa. En las corralas del centroderecha se dirá, como siempre, que ese hombre está dispuesto a lo que sea con tal de seguir aferrado al poder. Son las mismas voces que, hace diez años, decían que los separatistas sólo querían dinero. Y, sí, claro que querían dinero, y claro que Sánchez quiere el poder a toda costa, pero hay que entender que el dinero de unos y el poder del otro se vinculan necesariamente a la desconstrucción de la España histórica y a la construcción de otra cosa nueva. Imagen elocuente hasta la obscenidad: la del salón de Sant Jordi del palacio de la Generalidad, «resignificado» al compás de los nuevos mandamientos, con todos esos frescos históricos borrados y sustituidos por… nada. La España desconstruída de Sánchez y los suyos es exactamente eso: un chafarrinón despótico sobre la estampa de la España histórica.  

El episodio de los 3.397 electores (como los príncipes electores de antaño) no es sólo una cacicada oligárquica que arruina para siempre cualquier pretensión democrática de nuestros socialistas. Es también una puñalada sin precedentes a la soberanía política del pueblo español. El de soberanía es uno de esos conceptos que siempre resulta difícil definir porque tienen contornos muy lábiles, pero cuya existencia material se capta de inmediato en cuanto te los quitan. La honra, por ejemplo: uno podría dedicar miles de páginas a glosar el concepto sin terminar de acotarlo adecuadamente, pero todo el mundo percibe qué es la honra cuando alguien la pierde (sobre todo si es uno mismo). Lo mismo con la soberanía: podemos debatir largamente sobre su naturaleza y seguramente nunca nos pondríamos de acuerdo, pero todos percibimos de inmediato cuando alguien nos la roba. Lo que ha pasado con ese pacto separatista de Sánchez es exactamente eso: nos han robado la soberanía. Soberanía es una palabra que viene del latín «superanus» y que significa, aproximadamente, «el que está por encima». En los órdenes políticos tradicionales, el soberano era el rey. En los tiempos modernos se ha aceptado comúnmente la ficción de que el soberano es el pueblo hecho nación, o sea, la comunidad política. Todos sabemos que, en realidad, el pueblo rara vez decide algo sustantivo y que el soberano de verdad es el que tiene en sus manos el poder coercitivo del Estado («el que decide el estado de excepción», que decía Schmitt), pero la ficción sirve para que el poderoso encuentre, al menos, un límite. En España ha venido siendo así hasta ahora. Ahora el soberano es ese conspicuo colegio de 3.397 separatistas a los que el poder ejecutivo ha entregado el destino común. Otro gran logro que apuntar en la lista de pecados del socialismo español.

O se entiende esto, o no se entiende nada: estamos ante un proyecto deliberado de transferencia de la soberanía nacional. Del mismo modo que ya hemos entregado de hecho la soberanía militar (a la OTAN), la soberanía monetaria (al Banco Central Europeo), la soberanía económica (a los tenedores de nuestra deuda) y la soberanía diplomática (al binomio Washington-Bruselas), ahora entregamos la soberanía política interior a las oligarquías locales y, en particular, a las castas disgregadoras que han engordado al calor de casi medio siglo de estado autonómico. Ahora hay dos opciones. Una, cerrar los ojos, dejarse llevar y firmar un suicidio colectivo lo más dulce posible. La otra, plantear un proyecto de recuperación de la soberanía nacional. Y si ese proyecto quiere ser creíble, no podrá limitarse a «echar a Sánchez», sino que deberá también apuntar a recuperar todo lo que hemos perdido. Y si no, estaremos aceptando, implícita o explícitamente, que la soberanía nacional española descansa en esos 3.397 separatistas que odian a España. ¿Verdad que ahora se entiende mejor qué quiere decir el término «soberanista»?

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