En una olvidada novelita de anticipación que leí en mi lejanísima adolescencia, y de la que no recuerdo título ni autor, se dibujaba una sociedad futura en la que el gobierno colapsa bajo el peso de su corrupción e incompetencia y la mafia se veía forzada a ocupar su lugar para eludir el caos.
Tiene sentido: los grupos mafiosos están organizados de manera eficaz, por la cuenta que les trae, y el tendero que paga el pizzo a la famiglia que controla su barrio no hace algo muy distinto del contribuyente normal cuando llega mayo, con la diferencia de que un cartel que pusiera «Este local está bajo la protección de la familia Gambino» resultaría mil veces más eficaz que la vaga consciencia de que quizá la policía podría atrapar al ladrón, quizá un juez podría condenarle en firme y quizá las autoridades penitenciarias podrían hacerle cumplir una pena de prisión.
Pero ser gobernados por una mafia es humillante, y por eso los gobiernos necesitan los ropajes de la legitimidad y el relato del «servicio público». Porque «tenemos la fuerza y vamos a hacer lo que nos dé la gana, reprimiendo a quien se nos oponga y premiando a los que nos ayuden a mantener el poder, y no puedes hacer nada para evitarlo» queda feo, sin contar con que podría alborotar al rebaño.
El gran cambio de nuestro tiempo no es que ahora empiecen a robar y a colocar a los suyos y a amenazar a quien protesta, sino que se han cansado de disimular. Ya todo es descarado, abierto, a calzón quitado, como si humillarnos fuera un medio más para someternos por desmoralización.
Por su parte, la presunta oposición vive —o finge vivir—, como la protagonista de Goodbye, Lenin, en la ilusión de que nada importante ha cambiado, de que el gobierno está siempre a punto de caer, de que cada día Alsina (o Vicente Vallés, son intercambiables en el imaginario boomer), «destroza» a Pedro Sánchez, de que Sánchez es una anomalía y hay un mítico «PSOE bueno», y de que, en el turnismo inaugurado en el 78, ahora les toca a ellos.
El poder no usa la fuerza: ES la fuerza. Democrático o no, su razón de ser es imponerse, obligar a lo que uno no haría de modo voluntario, con la promesa de un castigo o una recompensa. Los impuestos no se pagan: el poder se incauta a la fuerza de la parte de la riqueza privada que considere oportuno, forzando a la propia víctima a llevar las cuentas. Y tenga por fines secundarios las mejores intenciones o las más oscuras, los objetivos más razonables o los más estúpidos, la primera motivación del poder es siempre la propia preservación y el medro de los participantes en ese poder.
Por eso el único freno eficaz del poder es otro poder, u otros poderes. La división de poderes no es un invento de Montesquieu, sino una realidad histórica permanente que ha permitido que, en el curso de esa rivalidad permanente, se creen garantías, reglas del juego, contenciones, contrapesos y libertades concretas.
En última instancia, el poder requiere el asentimiento, siquiera parcial y pasivo, del gobernado. Decía Lenin (o no) que un hombre con un rifle puede dominar a cien hombres. Quizá, hasta que se queda dormido, o hasta que otros se hagan también con un arma. Por eso es importante que el poder beneficie, siquiera lateralmente, al mayor número posible de gobernados, que entiendan que el orden social, aun el malo, es preferible al caos. Y por eso el gobierno debe contar con un guion que imponer en la conciencia pública, presentándose como un agente benigno con rasgos prestados de la divinidad.
Las formas existen para eso, para disfrazar la naturaleza insoportable del poder desnudo, que como el sol o como la Gorgona, no se puede mirar directamente. Y ahora estamos perdiendo las formas, a toda velocidad.