«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.
Quince años en el diario líder de información económica EXPANSIÓN, entonces del Grupo Recoletos, los tres últimos años como responsable de Servicios Interactivos en la página web del medio. Luego en Intereconomía, donde fundó el semanario católico ALBA, escribió opinión en ÉPOCA, donde cubrió también la sección de Internacional, de la que fue responsable cuando nació (como diario generalista) LA GACETA. Desde hace unos años se desempeña como freelance, colaborando para distintos medios.

A la fresca

4 de junio de 2025

Una democracia no deja de serlo por el hecho de que un grupo intente, incluso con éxito, amañe las urnas. Eso es lo aparatoso, lo llamativo, el desmán puntual.

Una democracia deja de serlo —o puede, incluso, no haberlo sido nunca— cuando se ignora la premisa de la propia democracia: que la gente corriente, la dueña última del cotarro, es la que debe decidir qué sí y qué no.

Pero uno no puede mantener esa premisa tratando al común como residentes de un cotolengo, o como niños que no pueden manejar tijeras con filo. De hecho, si ese es el planteamiento, amañar el resultado de las elecciones es lo más sensato que se puede hacer, porque dejar el destino de la vida pública en manos de parvularios no especialmente despiertos es suicida.

Por eso en una democracia real, en un régimen en el que se respetase por encima de todo la sensatez del común, las elecciones no serían, con mucho, lo más importante. Los liberales gustan de subrayar que los mercados son elecciones constantes: la gente indica sus preferencias reales por lo que compra y deja de comprar.

Siendo eso cierto, resulta insatisfactoriamente economicista, porque el común hace muchas cosas además de comprar. Por ejemplo, desarrolla costumbres, tradiciones. Incluso leyes no escritas cuya violación conlleva castigos no por informales menos reales. En las aldeas de la Irlanda ocupada por los ingleses, al policía británico no le hablaba nadie. No podían impedirle entrar en el pub, pero tampoco podía nadie impedir a los parroquianos salirse cuando el entraba. Era un apestado.

Desde que alcanza mi memoria, los paisanos de cierta edad se han estado reuniendo al caer la tarde en la acera, frente al portal de cualquier casa, en improvisadas tertulias. Si estas reuniones hubieran sido gravosas o incómodas para los vecinos, se hubieran evitado de forma natural, sin necesidad de ordenanzas. Por eso en una democracia real, en el sentido de un régimen donde el gobernante respeta lo que el común ha creado, se necesitan muchas menos leyes que en una tiranía.

Por el contrario, si la premisa es que la gente corriente es un hatajo de descerebrados a los que hay que pastorear bajo estricta vigilancia para que no se hagan daño, entonces hay que hacer una ley para cada comportamiento imaginable, redactar instrucciones para absolutamente todo y cerrar los parques cuando haga sol, no vaya el niño a coger una insolación.

La peor tiranía es esta, la que combina las buenas intenciones filtradas por «expertos» con urnas y campañas electorales; la apariencia de libertad en los pronunciamientos con el puntilloso e interminable código de instrucciones de una institutriz con TOC. Hasta el turnismo borbónico era más honesto.

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