«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
Buscar
Cerrar este cuadro de búsqueda.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

¡A mí el pelotón, que los arrollo!

12 de diciembre de 2022

Es de muchos conocido el escaso, por no decir nulo interés que el fútbol despierta en mí, pero el otro día, para pasmo de quienes me conocen, seguí por televisión el partido entre España y Marruecos. Sírvame de disculpa que lo hice por dos motivos completamente ajenos al tedioso deporte del balompié: mi hijo menor, que sólo tiene diez años y al que ya le han inoculado el venenillo de la futbolitis, quería ver ese partido, entre otros, y yo quería estar con él, así que hice de tripas corazón y me acomodé a su lado frente al televisor.

Eso, por una parte. Por otra, dada la creciente rivalidad, que no es de ahora, entre Marruecos y España, y la pulsión mediática que parecía conceder gran importancia deportiva y previsible resonancia social al resultado de esa pugna, pensé que en ella iba a escenificarse por contagio de guardarropía y al calor de la Ley de Memoria Histórica una reedición de la batalla de Guadalete. Don Rodrigo y los visigodos, me dije, merecían una segunda oportunidad.

Y se la di. A partir de ese instante muchos millones de personas vieron lo mismo que yo vi y que, por ser de caudaloso dominio público, no es menester reiterar: aquella fiesta de moros y cristianos acabó con la derrota de la Cruz frente a la Media Luna. Hubo, sí, revancha, pero no fue la que mis paisanos esperaban y, por supuesto, deseaban, sino la de Boabdil al perder Granada.

El Ándalus era, en teoría, muy superior al Mogreb en lo concerniente al llamado Deporte Rey, pero falló estrepitosamente la mítica Furia Española de la Olimpiada de Amberes, etiqueta que nació cuando nuestro país, en el 1920, contra todo pronóstico, derrotó a la selección de Suecia gracias al empuje de un coloso bilbaíno que se llamaba Belauste y gritó a uno de sus compañeros de equipo:

‒¡A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo!

Y, en efecto, el aludido, que iba a sacar una falta, se lo pasó y Belauste, al rematar de cabeza, lo hizo con tal ímpetu que no sólo el balón, sino también él mismo cruzó la raya del gol llevándose por delante a dos o tres jugadores suecos.

Lo de Furia Española era en realidad algo que se había acuñado en 1576 y que se refería a la escabechina desencadenada por los Tercios leales a Felipe II para sofocar la rebelión de Amberes en contra de nuestra Corona y de las drásticas medidas de mano dura aplicadas por el Duque de Alba, gobernador de la zona. Pero eso es cosa de la Leyenda Negra diseñada por el maquiavelismo de los ingleses, los franceses y los holandeses que nada tiene que ver con lo sucedido en Qatar.

Vamos con ello… Escribió Jenofonte, al que cito por boca y pluma del filósofo Jorge Freire: «El mejor soldado es el que cree en la causa por la que lucha. Un creyente vale por cien mercenarios». 

La Roja, que iba de blanco, jugaba en horizontal, peloteando sin ganas como niñatos que juegan al flipper

Por eso, valga el ejemplo, aunque haya otros muchos, derrotó el Vietcong a los marines del Pentágono en la guerra de Vietnam y por eso, también, España no pudo derrotar a Marruecos en el partido del pasado jueves.

Tal es lo que yo iba rumiando para mis adentros mientras asistía al derrumbe de la Roja, que iba de blanco y jugaba en horizontal, peloteando sin ganas como niñatos que juegan al flipper e impulsan con sus palanquitas las bolas para ver si por suerte, que no por maña, entran en la portería, digo, en alguna de las casillas distribuidas por el tablero.

Los marroquíes, en cambio, buscaban con ahínco la perpendicular, aunque sólo en muy contadas ocasiones la consiguiesen. Perpendiculares, por cierto, son los penaltis, que es cuando el partido inclinó su balanza no hacia quienes jugaban mejor, tampoco peor, sino con más fe. Ésta fue, a mi juicio y al de Jenofonte, el factor que sentenció la contienda.

Y esa fe era la de sentirse representantes de una patria, de un himno, de una bandera, de una comunidad, de una nación, de un proyecto sugestivo de vida en común, como Ortega definiese ésta.

Para maliciarme lo que iba a suceder me bastó ver la firmeza en las mandíbulas, la luz en los ojos y la ilusionada decisión con las que los marroquíes escucharon y deletrearon en voz baja el himno de su país, y compararla con la desgana, el desapego y la indiferencia con las que lo hicieron, en idéntico trance, pero en muy distinta actitud, los jugadores españoles.

¿Cómo esperar que los jóvenes futbolistas de nuestra selección, salidos todos ellos de las estériles aulas de los sucesivos planes de estudio vigentes desde que se aprobó la Constitución, se identifiquen con un país cuyos símbolos detestan?

Fue toda una lección de sociología y de politología. Si la mitad de los españoles, grosso modo (hablo de ese cincuenta por ciento de electores que según las encuestas sigue dispuesto a votar a los partidos del actual gobierno Frankenstein, incluyendo en él a quienes lo apoyan desde fuera), abuchea el himno de su país, insulta su bandera, increpa a su rey, aborrece su patria, quiere romperla en pedazos o no se estremece ante la posibilidad de que eso suceda en aras del mangoneo, mamoneo y permanente chantaje de los separatistas, ¿cómo esperar que los jóvenes futbolistas de nuestra selección, salidos todos ellos de las estériles aulas de los sucesivos planes de estudio vigentes desde que se aprobó la Constitución, se identifiquen con un país cuyos símbolos detestan y cuya disolución desean?

O explicándolo de un modo más gráfico… Lo que faltó el día de la eliminación de España en los Mundiales fue el grito de Belauste, un vasco que se sentía español: «¡A mí el pelotón, coño, que los arrollo!».

Pero nadie lo gritó y, si alguien lo hubiera hecho, nadie le habría escuchado. Sabino no andaba por allí. Sólo había jovenzuelos blandiblú nacidos en la España invertebrada y expertos en jugar al flipper.

Así nos fue. Así nos va. 

.
Fondo newsletter