No lo voy a dejar pasar, y no lo haré porque a mí también me han hecho más o menos lo mismo. No abundaré en el sujeto, no hace falta, los que leen a diario la prensa se habrán fijado, pero sí me
detendré en las formas. Tratar a alguien de «un tal» es de una soberbia y envidia infinitas; lo que sólo lo rebaja a un mascual o a un zutanejo. En política, además de ser de mal gusto, es de comportarse de un mediocre nivel cloaca, es de un cretino con ínfulas que, podrá contener en su apellido todas las «de» que quiera, pero seguirá siendo un hijo de mamá estrenándose en la oficina de una alcaldesa.
Hace algún tiempo me invitaron a cenar a un castillo de estos que se gastan las grandes familias francesas que, de grandes tendrán lo suyo, pero deben alquilar los castillos en verano, y mediante visitas
dirigidas hacerse de una calderilla, para poder restaurarlos y que no se les caigan encima, todo muy de «la grandeur» gala, aunque desmoronados. Confieso que los admiro, no me queda de otra, porque antes de que les compren los castillos para crear dentro escuelas coránicas o para construir en sus ruinas una mezquita, prefiero a los nobles come-platanitos, con los 24 cubiertos, doce de un lado, doce de otro, en la mesa vestida con un mantel de encaje de Brujas heredado de cien generaciones anteriores, que hubiera querido tener yo como traje para mi primera comunión.
Pues en aquella cena, todos se preguntaban el nombre entre ellos aunque se lo supieran de memoria, añadían la retahíla de apellidos todos separados por sus debidas «de», y agregaban los títulos nobiliarios, más el sitio de donde provenían y en donde poseían sus castillos. Cuando me tocó a mí, respondí: «Zoé Valdés, escritora. La Habana Vieja, Cuba, Torre de Babel de la Calle de la Antigua Muralla» (o sea, solar devenido derrumbe en la calle Muralla). Se miraron entre ellos como anhelando entender, y al no poder interpretar mi procedencia y presencia allí, pues abandonaron rápido y retornaron a sus comentarios y conversaciones banales y/o enjundiosas de cultura, noblesse oblige.
Es cierto que empecé a notar a quien me había invitado un tin a la maraña incómodo. En un momento argumentó en mi oído que no le había agradado para nada la manera de auto presentarme, que había sido burlesca y hasta ofensiva. Pues «no haberme invitado», proferí. El caso es que cuando tocó el tema de la literatura y las artes supe manejarme bastante bien, al menos muchísimo mejor que el vendedor de bolsos conocidísimo que tenía al lado, o al ministro de no sé qué que cabeceaba al otro lado, también muy noble y muy de esa derechita estafadora, que ni siquiera sabe ser corrosiva porque la cultura no le llega ni al calcañal y pueden confundir el «talón de Atila con el caballo de Aquiles».
A la hora de despedirnos, fui a recoger el abrigo (por guardarlo debí pagar 4 euros), una dama de alta alcurnia me preguntó que acerca de qué yo escribía: «De pornografía, señora, o sea, de política, y a veces intento novelas y poemas inocentemente salvajes…» Encajó todavía más su sombrerito Chanel heredado de la tatatarabuela hasta las cejas y suspiró un Au revoir con un melancólico desdén. Lo siguiente me lo reservo.
Alguien me contó que más o menos igual le sucedió al escritor cubano Reinaldo Arenas en Nueva York, lo invitaron a una de esas cenas donde van invitadas las enormes fortunas de Manhattan para lucir los modelitos de Narciso Rodríguez y Carolina Herrera adquiridos en Saks Fifth o Berdorf Goodman, en las que los neoyorkinos imitan a las familias europeas de ringo talango, y hasta debía y debe hacérseles gestos reverenciales a la entrada del lujoso apartamento… Pues Reinaldo iba acompañado de un amante al que había sacado de los bajos fondos del Harlem Hispano, y tras presentarse a sí mismo, como los hombres debían hacerlo con sus mujeres, el escritor señaló al muchacho y volteándose: «¿Cómo me dijiste que te llamabas?»… El joven pronunció un nombrecito dominicano. Enseguida Reinaldo se refirió a la «joya de la corona» que su amigo poseía y que aseguraba todos envidiarían de conocerla como la conocía él. Hubo desmayos y ataques epilépticos, mucha envidia por parte de las damas necesitadas… Los peores fueron los políticos o pichones de políticos que allí se arremolinaban para darse a conocer… No dejaron jamás de repudiar a Reinaldo Arenas, uno de los monumentos mayores de la literatura universal.
De modo que cuando «un mascual», un «esperancejo», en suma, un «zutanejo» de estos, que se cree la última Coca Cola del desierto o la divina chancleta envuelta en huevo, se atreve a tratarlo a uno, o a
alguien a quien uno aprecia, como «un tal», sólo hay que soltarle una buena trompetilla, o escribirle un tronco de artículo como el que le bateó Hermann Tertsch hace apenas una semana en estas mismas
páginas.