«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
La Gaceta de la Iberosfera
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Barcelona, 1969. Ha escrito columnas políticas y algunos reportajes en varios medios nacionales (El Mundo, Ok Diario, El Español). Empresario maldito, coleccionista de cómics, músico ácrata y lector en Italia. Vivió una Ibiza ya olvidada. También una Barcelona enterrada. Acaba de publicar el libro de crónicas Barcelonerías (Ediciones Monóculo).
Barcelona, 1969. Ha escrito columnas políticas y algunos reportajes en varios medios nacionales (El Mundo, Ok Diario, El Español). Empresario maldito, coleccionista de cómics, músico ácrata y lector en Italia. Vivió una Ibiza ya olvidada. También una Barcelona enterrada. Acaba de publicar el libro de crónicas Barcelonerías (Ediciones Monóculo).

Achaques catalanes

29 de abril de 2023

Una tarde de 2017, cuando el independentismo institucional declaró extranjeros a más de la mitad de los catalanes, un amigo marqués de la Cuidad Condal me decía que España «lo aguanta todo». La extranjería de esos ciudadanos, nosotros mismos, tenía un precedente inmaculado: la dignidad asociada al nacionalismo. Es decir, quienes no comulgábamos con el servilismo indepe pasábamos a ser considerados unos románticos despreciables, indignos de la nueva república. Españoles rancios, pseudofranquistas, gente invasora de la límpida catalanidad milenaria. La condición de parias había sido deslizada, unos años atrás, en un editorial de pensamiento único y título La dignidad de Cataluña, publicado al alimón por la prensa monolítica de esta graciosa autonomía. Ahí se afirmaba la vieja idea de un solo pueblo y la misión histórica, emancipadora, del mismo. Robespierre y Marat redivivos.  

En aquellos tiempos, el poderío madrileño hacía cálculos, digamos políticos, digamos miserables, arrastrado por la larga costumbre del trueque pujolista, tan conveniente. Una tradición democrática, consuetudinaria. Parecían los capitalinos, en realidad, no enterarse del lío, que no era ya el habitual negocio, sino un salto al vacío de las autoridades autonómicas antes sensatas y educadas; ahora dispuestas a la aventura. O tempora, o mores

Cataluña ha construido un régimen reaccionario, habitado por siervos felices, al amparo del muy federal Reino de España. Los comentaristas afrancesados pueden hoy emocionarse manoseando la Carta Magna, incluso masturbarse con artículos de franca flacidez, pero el veneno nacionalista está sancionado en sus artículos. Todos los abusos ideológicos de la Generalitat han cabido, durante cuatro décadas, en los márgenes flexibles de la Constitución. ¡Incluso la superioridad vasca!

Mi amigo el marqués se entretenía hablando sobre el catalanismo. El mártir Companys y sus muertos olvidados, su pequeña matanza de barceloneses refractarios. O aquel excursionista beato que montó gracias a papá Banca Catalana y acabó molt honorable. También sobre la legión de izquierdistas acogidos por la burguesía cuando, llegada la democracia, no tenían dónde caerse muertos. Fueron parásitos de un sistema autonómico en construcción. De una nación historicista que había que edificar desde la nada. Y Pujol tuvo la sagacidad de colocarlos en puestitos regados con el parné público. Se garantizó su pleitesía y que no armaran más ruido político. Un gran paso del régimen franquista al democrático lo ejecutó nuestro Jordi, anulando a las fuerzas combativas que prevalecían en la tumultuosa Barcelona (maoístas, prosoviéticos, independentistas exaltados, etc.). El colaboracionismo del PSC tiene sus orígenes en el hondo agradecimiento que le guarda al sistema pujolista.

Construido el tinglado clientelar llamado oasis, pasaron las décadas y llegó el sorprendente procés. Podría entenderse como la reacción de Convergència al caso Palau, epicentro destapado de la gran corrupción catalana. La nación estaba en peligro y era urgente poner en marcha todos los resortes al alcance, comenzando por la opinión pública. Invariablemente, el socialismo fue cómplice, cuando no activa palanca de la dignidad violentada por los enemigos españoles. Ramoneda, referencia intelectual progre, escribía en El País en 2012: «Las nuevas generaciones no tienen nada que ver con la generación de la Transición. Carecen de los miedos, las complicidades y los prejuicios que teníamos nosotros. Han sido formadas en la escuela catalana, con unos referentes culturales muy distintos y han asumido con naturalidad la condición de Cataluña como país». Con el millonario trotskista Roures de animador principal, el insurreccionalismo chupi barcelonés fue ganando plazas españolas. Es decir, el veneno procesista fue extendiéndose a lo largo y ancho de la península. Nuevos actores entraron en escena y el PSOE se hizo sanchista. Jaume Asens, hoy diputado en Cortes, manifestaba en 2018 (El Salto): «Creo que hace falta algo parecido a un Pacto de San Sebastián, en esta ocasión contra el Régimen del 78. Tenemos que reconocernos y ayudarnos mutuamente. Nosotros, como decía Companys, creemos que el cambio en Cataluña no será posible sin un cambio en el resto de España y viceversa». En efecto, si el procés tuvo unas características estéticas propias, también ofrecía suculentas oportunidades más allá del Ebro. Su traslación al conjunto del país, vía Podemos y los renovados socialistas, se hizo a conciencia. Y si bien los promotores de la independencia catalana no lograron su objetivo último, sí obtuvieron un logro secundario: la desestabilización del régimen vigente. 

Aquella tarde barcelonesa, sin saberlo, me despedí para siempre del marqués, quien, mano prieta, soltó una postrera sentencia: «Ésta es una nación muy vieja, casi tanto como sus achaques». Lo vi alejarse por la gran avenida, rumbo a Pedralbes, y me pareció su sombra alargada una premonición. O una pregunta insidiosa: ¿Estaríamos ante el último achaque, el definitivo? 

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