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El desprestigio actual de los políticos debería permitir que se abran paso personas y prácticas que mejoren lo que hay, que permitan recuperar el espíritu democrático y liberal con el que se pacto la Constitución para asegurar realmente una democracia verdadera que exige, en estos momentos, limitar el poder sin control de los partidos, someterles a controles rigurosos y transparentes, y cambiar las prácticas de gobierno interno que permiten que los liderazgos se hereden como quien toma posesión de una finca.
Es verdad que esas herencias se recubren de formas democráticas, acabamos de verlo en la entronización de Susana Díaz en Sevilla, pero no es menos cierto que la actual organización partidaria está dando lugar a unas nomenclaturas que lo controlan todo, apenas una docena de personas, a veces sólo una. Sería una enorme ingenuidad jubilar a esta clase política para entronizar a personajes radicales y supuestamente puros como los que asoman en algunos movimientos sociales, o los que insultan a comparecientes y golpean los escaños con sus zapatos para desmarcarse, supuestamente, de la corrupción de los políticos a los que se acusa, sin demasiadas precauciones, de todos los males concebibles y de algunos inconcebibles.
Tenemos ante nosotros una asignatura difícil pero esencial para el futuro de la Nación y de la democracia, reformar la democracia sin destruir su legitimidad. Nos urge encontrar caminos que sepan sortear el aparente callejón sin salida en el que nos encontramos, pero eso solo podrá hacerse si la sociedad española conserva la madurez suficiente como para no escuchar los cantos de sirena del radicalismo, y si los líderes políticos tienen el valor de actuar como tales, sin refugiarse en la cómoda disciplina de grupo o en el increíble argumento de que su moralidad es como la de todos los demás.
La generosidad y el valor que presidieron los orígenes de la democracia en la Transición, tienen que volver a relucir para evitar los abusos, los privilegios y el grado de corrupción a que ha ido dando lugar el cierre del sistema político y el control de los aparatos de los partidos por personajes disciplinados pero mediocres en todo, excepto en su afición al dinero y al poder.
No puede ser un imposible porque es una necesidad nacional de primer orden. Tenemos un Estado elefantiásico que incluso con medidas supuestamente duras ha incrementado la deuda en el último bienio de forma alarmante. Hay que poner fin a este despropósito sin caer en el adanismo, en el engaño de los movimientos alternativos y sin romper el sistema, pero no se puede seguir así. Hay que hacer reformas a fondo y conseguir que los españoles vuelvan a confiar en sus políticos. Lo contrario será la ruina y la vergüenza y unos serán más responsables que otros, pero todos lo seremos por haber fracasado donde otras naciones triunfan y salen adelante.
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