«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Alfabia y el sitio de Viena

13 de noviembre de 2013

Año 1529… Durante el cerco de Viena, dos caballeros del Sacro Imperio –luso uno, de germánico linaje el otro– resuelven retarse a duelo por una cuestión de honor y no encuentran mejor lugar para saldar su disputa que la brecha recién abierta por los turcos en la muralla, y hacia la que ya se precipitan en tropel bajo un griterío de mil demonios. Sorprendidos por la avalancha, los dos caballeros –nervios bien templados– la hacen frente, dejando su controversia personal para más tarde… o para el ultramundo. Un mandoble cercena el brazo izquierdo al portugués, y otro el derecho al alemán, quienes, lejos de amilanarse, apoyan cada uno su muñón en el del otro y así, como un guerrero armado con dos espadas, continúan batiéndose contra los jenízaros de la Sublime Puerta. Algo parecido hizo en Cuba el general Vara del Rey, tatarabuelo o bisabuelo del torero Manuel Amador, quien, cuando una bala de cañón le arrancó las piernas, ordenó que le metieran en un tonel lleno de arena, para retrasar su desangramiento y poder seguir más tiempo al frente de la defensa de la posición bajo su mando.

La daliniana anécdota de los caballeros del muñón, rigurosamente cierta, la cuenta Rubén Sáez Abad en El sitio de Viena, 1529 (HRM Editorial), amenísima narración gracias a la que me he enterado de que las doce cargas de pólvora portadas en la época en bandolera por los arcabuceros españoles eran conocidas como “los doce apóstoles”, o de que, a fin de detectar qué terrenos estaban siendo minados por los sitiadores, los defensores de la capital imperial colocaban puñados de guisantes sobre la piel de los tambores, pues su temblor les indicaba la zona del subsuelo donde alguien andaba de trajín.

El mismo sello cuenta en su catálogo con otros títulos –por ejemplo, La batalla de Kinsale, de Alberto Raúl Esteban y Tomás San Clemente, sobre la campaña de Juan del Águila en Irlanda– tan aleccionadores como este sobre cómo los errores en el campo de batalla –esos traspiés que en la página en blanco reciben el nombre de erratas– pueden dar al traste con la operación bélica mejor planteada. Igual que Suleimán no logró tomar Viena, ahora puede suceder lo contrario: que, por culpa de una estrategia equivocada, bien podría triunfar otro cerco: el tendido por los ejércitos cibernéticos de la mediocridad en torno a los muros de la edición en papel.

Y es que cada vez compro, recibo o me regalan más libros tiznados de faltas de ortografía, errores de acentuación y puntuación y, cada pocas líneas, giros sintácticos chirriantes. No sé si igual que, según fluye el río de la crisis, a los auténticos flamencos les cuesta un mundo grabar mientras tunos que apenas aciertan a balbucear tarareos son proclamados cantaores y reciben al pronto el bautismo en vinilo, se deberá ello a un incremento en la preferencia por los falsos escritores, o si no se remunera bien a traductores y correctores de pruebas, o a qué. Pero, inclusive tratándose de títulos lanzados por editoriales prestigiosas, esto va a más. Y ser editor no es sólo publicar lo bueno. También, publicarlo bien.

En contraste, acabo de leer dos novedades de la editorial barcelonesa Alfabia, y da gusto. Ni una falta. Ni una coma mal puesta. Ningún motivo para un mal gesto que perturbe el deslizamiento de la vista por la página cuya suavidad acaricia las yemas de los dedos.

¿De qué libros hablo? Uno, las Crónicas de Nueva York de Maeve Brennan, irlandesa afincada en Manhattan y articulista en los 60 para The New Yorker, en el lavabo de señoras de cuya redacción residió durante unos años, un poco en plan defensora de Viena. Excentricidades aparte, a veces se descubre a un escritor en una parrafada, como a un cantaor sólo en su modo de tomar asiento. Ve uno aposentarse sobre la enea a Remedios Amaya o Miguel El Rubio, y no le hace falta más para percibir que son de los que cantan de verdad. Y las más emotivas faenas, suelen ser cortas. Quince muletazos bastaron a Oliva Soto, hace tres años, para poner hirviendo La Maestranza. Lean, pues, esta pluma y mirada neoyorquinas, cargadas con la tinta y la pupila de eternidad palpitantes en Joaquín Romero Murube y Antonio Díaz-Cañabate cuando soñaban Sevilla y Madrid.

El otro: Notas en los puños, selección de inéditos de Mijail Bulgakov que incluye la pieza teatral Iván Vasiliévich y un relato magistral: Ataque imprevisto. Leemos: “La papilla negra de la tormenta de nieve”… ¡Bulgakov puro! Así, por sorpresa, debiera remitir y esfumarse esta papilla negra que ha mutado la vida cotidiana del país en una continua falta de ortografía. Levantarse mañana y decir: “Aquí no ha pasado nada”. ¿Será posible?.

Eso le hubiera gustado, por descontado, a Suleimán El Magnífico. Pero claro: de Estambul a Viena, pasando por Buda y Pest… ¡Tantas fueron las erratas que fue dejando por el camino!

*Joaquín Albaicín es escritor.

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