Uno de los grandes progresos de la civilización occidental en nuestro tiempo ha sido el que varones y mujeres nos relacionemos abiertamente en todos los órdenes de la vida. Tal avance supone el aprovechamiento óptimo de la inteligencia y la sensibilidad humanas.
No obstante, hay también extrañas trayectorias retrógradas, degradantes. La raza humana es así de contradictoria. Asistimos hoy con vergüenza a la consideración de la mujer como cosa, cuando se reconoce que su presencia en la vida pública debe ser paritaria con el varón a toda costa. No se tiene en cuenta que esa posición se consiga con independencia de sus merecimientos. El juego de la “cuota femenina” debe de ser humillante para las mujeres que destacan por méritos propios.
Claro que lo anterior no es nada si lo comparamos con algunos extremos aberrantes de la cosificación femenina. Por ejemplo, las “esclavas sexuales” de los miserables combatientes yihadistas. Bien es verdad que eso acontece fuera de la civilización occidental. Sin embargo, es tan lacerante el caso que no hay modo de olvidarse de él.
No es menos cierto que hay otro extremo escandaloso que se abre paso en Occidente, incluida España. Son los mal llamados “vientres de alquiler”, que serían más bien “úteros de alquiler”, según me advierte mi amiga Pilar Macián. Sencillamente, una mujer alquila su útero para gestar un nuevo ser a través de la necesaria inseminación del esperma de un donante más o menos anónimo. De esa forma puede llegar a presumir de “hijo” propio una pareja homosexual masculina o incluso femenina. En el supuesto más benévolo podría hacer lo mismo una pareja heterosexual, la de toda la vida.
El argumento para rechazar tales experimentos es que no resulta humano forzar la naturaleza hasta ese punto, cuando no se puede tener un hijo por medios, digamos, naturales. Más que nada porque un sano ideal de todas las culturas es que los niños, al nacer, se encuentren con la figura jurídica de un padre y una madre. Ese derecho es muy superior al de los adultos para ser padres o madres. Tampoco es un fracaso vital que un varón o una mujer tengan que ser, biológicamente, padre o madre a toda costa. Ante el deseo invencible de la maternidad o la paternidad siempre cabe la adopción, una figura que ha existido en muchas culturas, y que es un prodigio de sensibilidad.