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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Ana María Vidal Abarca, In Memoriam

18 de junio de 2015

Conocí a Ana María Vidal Abarca en los años de plomo. Aquellos años, la década de los ochenta del siglo pasado, en los que la cobardía y el silencio institucionales eran el pan de ETA, y le daban munición política y justificación social al crimen metódico y cotidiano. «Algo habrá hecho», era el epitafio que se escupía desde todas las ventanas de España cuando en la esquina de abajo sonaban los tiros que firmaban la muerte de una víctima. En aquellos años los caídos y sus huérfanos, los asesinados y sus viudas estaban, además, condenados a la leprosería de la democracia, ese territorio cuyos puntos cardinales son el olvido y el silencio, la vergüenza y el vacío. Ana María Vidal Abarca levantó a las víctimas del terrorismo de la postración social a la que estaban condenadas y las sacó del relicario de olvido en el que estaban confinadas.

En aquellos años hasta las puertas de las iglesias vascas estaban cerradas para las víctimas de ETA. Muchos párrocos y algunos obispos introducían los féretros por las gateras de los templos, oficiaban los funerales contrareloj en horarios disparatados y exigían que los ataúdes fuesen despojados de la bandera de España que honraba a la víctima y, como una plegaria, recordaba por qué había sido asesinada como lo fue el marido de Ana María Vidal Abarca, el comandante de Caballería Jesús Velasco Zuazola, jefe de la Policía Foral alavesa, al que ETA mató a balazos delante de dos de sus cuatro hijas para impedir, y lo consiguió como casi todos sus objetivos, que el jefe de la Policía Foral fuese, como mandaba la ley, un jefe del Ejército español. Durante el funeral del comandante Velasco Zuazola sólo su viuda fue capaz de mostrar el mismo valor, ante el dolor y el silencio, que su marido había mostrado ante la muerte. Ana María gritó serenamente «Viva España» para despedir al soldado, al marido y al padre de sus hijas. Con ese grito Ana María firmó su sentencia al exilio.

Se trasladó de Vitoria a Madrid para fundar la Asociación Víctimas del Terrorismo (AVT). Aquí la conocí, la quise (la quiero) entrañablemente y la respeté (la respeto) como solo se respeta a los héroes y a los mártires, que las dos cosas fue Ana María. Su valor fluía sereno. Tan sereno como el «Viva España»  con el que despidió a su soldado. En el Madrid de aquellos años, la primera legislatura del PSOE, Ana María y su embrión de AVT resultaban tan incómodos como en Vascongadas, pero la dimensión de la Capital los empequeñecía y los ninguneaba aún más. Vino a mí, a Radio Intercontinental, de la mano de una amiga común, Pilar de la Vega, también víctima de ETA, y del recuerdo de mi padre. Me pidió ayuda, cobertura y presencia mediática para romper el muro de silencio que los albañiles del Gobierno y sus mercenarios periodísticos estaban levantando en torno a ella y a la AVT. Le ofrecí mi cariño, mi respeto y los micrófonos de esta casa y comenzamos a trabajar juntos. Lo demás lo hizo todo ella. Su palabra, su propia historia, tantas veces repetida en otras viudas y en otros huérfanos, y su vocación de sacar a las víctimas de ETA de las catacumbas sociales a las que estaban condenadas, amasaron poco a poco el primer plano que hoy tiene la AVT también, como entonces, a pesar del Gobierno.

Descansa en paz, Ana María. Déjame que te despida como tú lo hiciste de tu marido, de tu soldado, el comandante de Caballería Jesús Velasco Zuazola: «Viva España», Ana María. Laus Deo.   

   

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