«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
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Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.
Ilicitana. Columnista en La gaceta de la Iberosfera y El País de Uruguay. Reseñas y entrevistas en Libro sobre libro. Artículos en La Iberia. Autora del libro 'Whiskas, Satisfyer y Lexatin' de Ediciones Monóculo.

Anatomía del miedo

3 de septiembre de 2024

Hay un tipo de miedo que nos acompaña toda la vida sistólica útil. Esto es, desde que empezamos a tener experiencias de pérdida hasta que dejamos de tener interés(es). Miedo de quererte sin quererlo / de encontrarte de repente / de no verte nunca más.

Nadie nace con miedo. De la infancia sólo recuerdo tenerle a los perros. Pero son miedos heredados, no nos pertenecen realmente. Los aprendemos, alguien más nos señala el peligro y dirige nuestras fobias. Son sagas familiares de miedos. Las amenazas se muestran difusas en la niñez porque no ponemos gravedad e irreversibilidad a la muerte, miedo primigenio del que manan los demás. El miedo irracional son los padres.

Después, la existencia  se complica y el miedo se sofistica. La vida posmoderna nos ha llenado el torrente sanguíneo de catecolaminas absurdas. Ataques de pánico, los llaman. Miedo a no tener lo suficiente. Miedo a no ser lo suficiente. Esta sociedad nos enmaraña la cabeza y no distinguimos lo que creemos desear de lo que somos. Acabamos persiguiendo sueños que tampoco son nuestros —casi ni nos resuenan— pero que nos garantizan aceptación social, suspiros de envidia o, simplemente, la idea de que sólo así seremos amados. Necesitamos adornar nuestra miseria, complementar nuestra insignificancia  con logros materiales, con trabajos de factura rimbombante o con cualquier otra cosa que nos salve del señalamiento o el escarnio. Quizá la carrera a la felicidad nunca acaba porque tomamos sin saberlo mil y un atajos tratando de alcanzar lo que a los demás les parece admirable y nos pone un sello de calidad en el trasero. El cerebro reptil descansa, pues ya no está en juego nuestra supervivencia en el grupo, pero el alma, insatisfecha, sigue reclamando lo suyo. Esta época y este lugar, con las necesidades básicas universalmente cubiertas, se ha especializado en llenarnos de ansiedades que ontológicamente no nos definen. Y, si lo hacen, nos dejan en muy mal lugar.

Para el miedo a la soledad, al fracaso, al desprestigio o a desaparecer, dicen, el amor es un antídoto. Sin embargo, hemos conocido otro tipo de miedo cuya consecuencia es la desesperanza y que usurpa la entereza necesaria para enfrentarse a la verdad.

Hace sólo unos años hemos asistido en directo a la puesta en marcha de mecanismos de control social a través del miedo. Un miedo disolvente, que fracturó a la sociedad y exacerbó una sumisión a discursos que se catalogaron de no opinables.

Vivir con miedo, como diría un replicante de Blade Runner, nos convirtió en esclavos que cedieron voluntariamente su libertad. Los resortes de la supervivencia hicieron que millones de personas interpretaran el desastre como inevitable y —«porque la ley»— tragaran con todo.

Desde antes, pero lo sabemos desde entonces, el futuro ya no es lo que era. Ya no es lo que iba a ser. Nuestra casa común se parece cada vez menos al hogar que hemos habitado y la incertidumbre, el porvenir, que nunca ha estado bajo control, se presenta —como el reinado de Witiza— oscuro y tormentoso.

Es un miedo legítimo el que aparece cuando cae el gran telón del mundo y vemos la tramoya. Cuando nos enfrentamos a la realidad y descubrimos —a través del ojo de la cerradura— que el mal alcanza cotas de perversión que no llegábamos a imaginar. Sin embargo, no hay que dejarse ganar terreno por él.

Es urgente deshacerse del miedo. Exorcizarlo en todas sus modalidades. Me dirán que hay un miedo que nos salva la vida, que nos pone el alerta, que nos prepara para la huida. Tampoco nos hace falta ése, pues raya límites que paralizan. Sabemos de sobra que estamos en peligro. El antídoto, esta vez, son la esperanza y la alegría.

No tengáis miedo.

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