Andan extenuados los repartidores de etiquetas con lo de El Peluca Milei. Regla gramatical para recién llegados a la inmensa categoría «facha»: cuanto más éxito tienes, más prefijos de intensificación te adhieren a la frente. En las últimas horas, el prefijo latino «ultra» ha llenado titulares y telediarios en extrañísimo baile con «derecha», «libertario» y «anarco-capitalista». Sé de alguno que debería dejar el mojito un rato en la mesa antes de ponerse a titular.
Este reparto es aleatorio, por más que en el bando del extremo centrismo siempre intentan buscar justificación al pretendido insulto para pedir perdón por algo. Considera que, en el ámbito religioso, para la prensa progre mayoritaria, la diferencia entre un católico y un ultracatólico es que el segundo va a misa los domingos; si confiesa y comulga, se les agotan los prefijos y saltan a construcciones semánticas complejas como «talibán de sacristía» y ocurrencias así. Si lo trasladadas a la política verás que la dosificación del etiquetaje no es mucho más precisa.
Con este cirio la progresía global ha logrado que desaparezca la derecha a secas, es decir, la derecha sin aumentativos. Nos lo dijo Steiner hace ya tiempo: «lo que no se nombra, no existe». Tampoco es importante, porque el conservadurismo hoy es algo lo bastante amplio y difuso como para que podamos aislar ideas y ponerles un nombre eficaz; quizá porque la hostilidad totalitaria de la izquierda nos ha obligado a vivir a la contra, y en la contienda defensiva los ejércitos siempre se funden en uno solo. Luego, ya veremos. Lo primero es acabar con los chorizos que están arruinando la nación y chupándonos la sangre.
Noto este verano que todavía hay quien vive con pánico a ser marcado por el editorialista zurdo de turno, que además está de mala leche porque estamos en agosto y también querría estar en la playa y no cazando fachas en un periódico de papel que sobrevive gracias a que «salimos más fuertes». No es mi caso. Tras veinte años escribiendo columnas de opinión, he recibido casi todas las categorizaciones y todos los insultos que existen en nuestra lengua, y probablemente en todas las demás. La mayoría son predecibles, algunos desagradables, otros divertidos, y luego hay una minoría sencillamente insuperable; de estos últimos mi preferido, llegado a través de las redes, es reciente: «rojo de mierda». Sublime.
Sea como sea, y aunque uno prefiere los laureles que los escupitajos, siempre me he sentido a gusto recibiendo la lluvia de prefijos «ultra», más aún viendo el prestigio y talento de quienes reciben la misma etiqueta, desde Ortega Lara hasta Calamaro, de modo que lo que de verdad me sonrojaría es que alguien me llamase «moderado», en esa tibieza viscosa del «España pero poco», «libertad pero poco», «provida pero poco».
Por lo demás, me asquean tanto las lealtades grupales inquebrantables a cualquier precio como los linchamientos colectivos, ahora mismo no sé si por haber leído mucho a San Agustín o por haber visto demasiado El Equipo A. Pero al fin, supongo, resulta linchado el que se deja linchar. No es el caso del último punk que acaba de reventar la fiesta del gasto y la corrupción a los Kirchner.
Milei representa algo con lo que no puedo sentirme más identificado: una mezcla de indiferencia, humor, y desprecio hacia la superioridad moral que la izquierda (y ahora también el centrito) se concede a sí misma. No debate con argumentos sesudos para deshacerse de los sambenitos, amenazas e insultos que le cuelgan a diario desde que osó llamar a las cosas por su nombre en el mismo terreno de juego que los peronistas, sino que responde con algo sencillo y popular que lo hermana más aún con la alta cultura española de todos los tiempos, con la política de adultos esa, y con la trilogía de Foxá de café, copa y puro: «váyanse a la re concha de su madre». Y que pase el siguiente.