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Mariano Rajoy llegó a La Moncloa tras una resonante victoria por mayoría absoluta con un solo discurso: a la gente sólo le importan las cuestiones económicas, traducidas en términos de empleo, de disfrute de recursos públicos y de nivel de vida. Como la crisis, en 2011, ya se había hecho presente en la sociedad española, y era evidente que el socialismo hasta entonces gobernante había ocultado la gravedad de la situación, el electorado hizo lo que suele: confiar a la derecha la gestión de las vacas flacas de manera que, una vez superada la crisis, la izquierda derramase los caudales públicos sobre una sociedad ansiosa de vivir subvencionada.
Pero sea por mera carencia de principios liberales o siquiera conservadores (en el último mitin de Valencia ya gritó que los liberales y los conservadores se buscasen otro partido, porque el PP no era el suyo), sea por los consejos de algún derechista muy acomplejado, el caso es que Rajoy ha seguido en estos dos años el camino más largo y más costoso para superar la crisis, de la que acabaremos sin duda saliendo, pero después de haber pagado el altísimo precio del desmoronamiento de las otrora sólidas clases medias. En otras palabras, no saldremos de la crisis gracias al Gobierno, sino a pesar de él: más pobres, y más tarde. El desempleo sigue en cotas insoportables, el crédito sigue sin fluir y también crece la morosidad bancaria, signo de que la crisis muerde ya a las familias que aún disponían de algunos ahorros, que se les están agotando a marchas forzadas.
No ha sorprendido a nadie, en estas condiciones, que en los últimos sondeos el PP haya perdido un tercio de sus votantes; y sólo la convicción de que bajo la batuta del PSOE aún sería peor explica que, a pesar de todo, el Partido Popular todavía aventaje en las encuestas a un PSOE que, además, vaga sumido en una desorientación profunda sobre su identidad, su programa y su mismo liderazgo.
Pero no sólo de economía vive una sociedad. Este Gobierno se ha tenido que enfrentar a un serio desafío separatista en Cataluña, que Mariano Rajoy ha sabido hasta ahora gestionar con sangre fría y la prudencia admirable de un silencio que no ha dado un solo motivo de intercambios verbales con los independentistas que a nada conducirían. Esta política pragmática ha irritado a algunos sectores más impacientes de su electorado, pero hay que decir que ha sido un acierto, pues ha conducido al nacionalismo catalán a meterse solo en su propio laberinto.
Lamentablemente, no podemos decir lo mismo en lo tocante al terrorismo de ETA y la irrupción de su brazo político en las instituciones vascas y navarras. Nos hemos referido a esto repetida y recientemente en este mismo lugar: ETA no ha sido derrotada: ha dejado de matar porque ya no necesita hacerlo. No es de recibo pretender convencer a los ciudadanos que si quisiera cometer un atentado no podría hacerlo, porque conserva sus armas y sus explosivos, los asesinos excarcelados no se han arrepentido de nada, y porque en materia terrorista hace falta muy poca causa para producir grandes efectos. Por alguna razón que un día –téngase por seguro– se sabrá, Rajoy ha seguido al pie de la letra la misma política de su antecesor, el que pidió y obtuvo el permiso del Congreso para negociar con los criminales, y él sabrá por qué.