Algo hay que hacer con la tecnología. Nos enfrentamos a la enésima revolución tecnológica y se tambalean los pilares culturales del hombre. Según parece, y leyendo a los expertos, tenemos dos salidas: la regulación anterior (pedantemente diremos ex ante), preventiva, y la regulación a toro pasado. Aquí urge una disculpa terminológica. La sola mención de la palabra «preventivo» nos lleva a pensar en los ataques americanos y la terminología otanista (puagh), mientras que lo del «toro pasado» parece estar tocado por una cierta prudencia simpática.
Eso es lo que nos dice el temperamento: esperar. Pero es cierto que algunos expertos avisan de la necesidad de regular de manera inmediata la Inteligencia Artificial. ¿Por qué a estos expertos pesimistas y prudentísimos no se les escucha como a los del clima?
Pero este debate de la IA, el clima y la ciencia excede a los alcances de este pobre plumilla; vayamos a algo más nuestro, a una aplicación tecnológica más cercana... más cercana a la cama: el satisfyer.
El satisfyer quizás fue lo único real, lo único cierto de la oleada feminista vivida en España estos últimos años. Los analistas han encontrado que la reciente preocupación feminista española sólo tiene parangón en el mundo con la racial en Israel: judíos y mujeres españolas, eso preocupó al mundo. Las dos minorías sufrientes.
Por supuesto, el feminismo fue una psy-op mundial y en España «tres tazas más» de dinero público. Todo era mentira (todo) empezando por la información del juicio de la Manada, y lo único real fue una sola cosa tecnológica: el satisfyer.
El mencionado aparato no era ya un consolador, palabra triste y vicaria que en su nombre lo decía todo. El satisfyer era (y es) un succionador de clítoris. Esto lograba dos revoluciones: encontraba el clítoris y además lo succionaba. Era como descubrir el fuego y además hacerse tragafuegos. Era mucho a la vez, pero es verdad que lograba lo que el hombre español no había conseguido en siglos, salvo honrosas y piloneras excepciones.
El satisfyer fue por esto un objeto empoderador que superaba al hombre hasta el punto inaudito de renunciar a la forma fálica. Es como un lector de códigos de barra del súper. Parecía, al verlo por primera vez, la tecnología de una civilización superior.
Resumía, es verdad, el gran giro cultural del siglo: durante décadas se trató de la energía nuclear, luego de llevar al hombre a la luna; ahora había que impulsar a la mujer al orgasmo…
El feminismo lo celebró como blandiendo una espada flamígera: se acababa la pesada dependencia del macho latoso, la dependencia del hecho penetrante; bastaba el frufrú a pilas del instrumento para liberar a la mujer de la «violenta» e intrusiva costumbre de la penetración.
Esto se vio como una gran conquista femenina, pero con el tiempo también como una conquista masculina: el trabajo más pesado podía externalizarse.
Ahí surgió algo con un importante valor civilizatorio y político: el hombre podía hacer suya la conquista tecnológica del feminismo más orgásmico.
Este instrumento tenía dos rasgos: el avance tecnológico (biotecnológico, para más inri) y el avance cultural. ¿No resultaba perfecto para definir y medir un nuevo conservadurismo?
No se puede vivir contra la revolución feminista. No se puede vivir contra el avance tecnológico succionador. La única forma de reacción no es la negación. Hubo un estupendo artículo de nuestra Esperanza Ruiz sobre el satisfyer, pero siendo estupendo era un artículo de mujer. ¿Qué decir íntima y sinceramente como hombres, desde la posición del hombre? ¿Podíamos negarnos?
El camino estaba trazado por quienes descubrieron que el satisfyer podía ser un aliado de la mujer y también del hombre. Hay una película española genial en la que Juan Luis Galiardo hace de Don Juan que no puede rematar la faena y se ayuda de su amigo-mayordomo, protagonizado Alfredo Landa. Galiardo seduce a la sueca con su gran labia y porte pero el que culmina, en la penumbra, es Landa. Esto era una recreación genial del Don Juan. Don Juan era un galán impotente (un Don Juan marañónico, mujeriego inhábil) y el ejecutante era un trasunto del Ciutti, del criado. Y esto es lo que los más inteligentes comprendieron: el satisfyer podía ser el Ciutti del hombre moderno, puro donjuanismo español.
El satisfyer, por tanto, como tecnología españolísima, aparato neobarroco, que diría Felguerinos.
Pero hay más. La actitud ante este aparatejo succionador no solo actualiza el donjuanismo, lo hace posible y mejor, sino que nos enseña la mejor forma de actuar ante la tecnología actual. Primero, asumirlo como avance; segundo, ganarlo para sí. El neomachismo ha encontrado la forma perfecta de hacer dos cosas: 1) seguir en el mercado sexual (donde el poder succionador ya no puede ser obviado, en tanto revolución copernicana del gustirrinín) y 2) proteger a la vez la civilización occidental.
¿Se puede cuadrar el círculo? ¿Squirt y batalla cultural?
La solución ha sido una: admitir el satisfyer, pero custodiándolo. Masculinizarlo, hacerlo propio, apropiarse el hombre de ello dándole un lugar: el cajón de su mesita de noche. Minipímer del más fino alioli, Black and Decker sutilísima, el hombre debía adelantarse a la mujer: ¡esto es mío!
No se le puede negar a la mujer ni el placer ni la tecnología. Negar no, pero… ¿por qué no tutelar? ¿Acaso somos chimpancés? Así que el machismo actual se apodera del «juguetito«. Como ha de entrar en las parejas (no hay otro remedio), el hombre debe ganar la iniciativa.
Sí, sí, ya sabemos lo que dirán las feministas: que esto es, de nuevo, un control del placer femenino, una economía libidinal y orgásmica, y por supuesto tendrán razón, pero al neomachista no le queda otra: bienvenido el satisfyer a la pareja, pero en el cajoncito del hombre, junto al transistor de escuchar el fútbol.
Esto es una especie de africanismo, una ‘ablación del satisfyer’. Extirpar el clítoris es una salvajada, una gran atrocidad, pero… ¿y controlar el satisfyer? Quizás sea la única forma de mantener un equilibrio sexual en la pareja. Como el orgasmo clitorial se escapa tecnológicamente, el hombre ha de dar una sola batalla: administrarlo indirectamente. El patriarcado, que no existe, pero debería, ha de tener alguna llave del dique del placer. La mujer es sagrada porque la maternidad ha sido la clave de la supervivencia humana, pero la variable natal decae ahora y gana peso el placer. O el hombre se hace amigo del satisfyer o se derrumba Occidente.
Aunque tengamos bien grabadas las palabras del tío de Tony Soprano («Todo se jodió con el cunnilingus y el psicoanálisis»), no podemos negarle a la mujer el progreso orgásmico. Pero el jueguecito, mientras se pueda, ha de tenerlo el hombre.