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Colaborador de La Gaceta, es graduado en Relaciones Internacionales. Estudiante de Filosofía, Política y Economía, escribe habitualmente en medios como Revista Centinela, Libro sobre Libro y La Iberia.
Colaborador de La Gaceta, es graduado en Relaciones Internacionales. Estudiante de Filosofía, Política y Economía, escribe habitualmente en medios como Revista Centinela, Libro sobre Libro y La Iberia.

Aquí huele a muerto

30 de agosto de 2024

Tendría yo cinco o seis años el día que Javier Gurruchaga me regaló un disco de música clásica. Había en el centro de San Sebastián una pequeña tienda de música (Parsifal) de la que siempre entraba y salía gente, bajo el hilo musical de algunos viejos clarinetistas como Benny Goodman o Artie Shaw. Antes de estudiar los diez años de conservatorio yo apuntaba maneras y mi madre me llevó a aquella esquina del centro donostiarra a desfilar entre culturetas y melómanos. Igual que a Savater uno se lo puede encontrar a menudo paseando por la Concha, Gurruchaga frecuentaba Parsifal y aquel día quedó fascinado por el interés de un niño en Paganini.

En esa esquina ahora hay una inmobiliaria de pisos turísticos y pienso que ya nunca Gurruchaga volverá a regalar discos a niños con gusto por la música. Me temo que la inmobiliaria tampoco regalará pisos. Qué tristes son estas calles de siempre que ya no parecen las calles de siempre; qué huérfanos se han quedado los barrios, que ya no parecen barrios y qué hostiles algunas ciudades que ya no parecen tal. El pequeño comercio está desapareciendo bajo el silencio cómplice de las administraciones, y antes uno podía comprar pescado en algo tan prosaico como la pescadería, mientras que ahora todo son pedanías de grandes almacenes. La copia barata de todo lo que antes nos salvaba es una condena. Si montan bares donde antes había iglesias qué poco nos debería extrañar que pongan inmobiliarias donde solía sonar la mejor música de San Sebastián.

Hace algunos días saltaba otra noticia terrible por un grupo de WhatsApp: ha muerto un vecino de la urbanización de Madrid y lo tuvieron que sacar los bomberos. En el portal de al lado. Quizás he cruzado con él algún «buenos días», quién sabe. Al pobre lo esperaban en el trabajo hace tres semanas y nada, sin novedades en el alcázar. Los agentes entraron por una ventana ante el tufo del bloque y la queja de los vecinos, que se repetían unos a otros que aquí huele a muerto. La preocupación por este hombre llegó cuando lo alertó el olfato. Tradicionalmente avisaba la mente, cuando no el corazón.

Antes la gente moría en su cama. Era costumbre dejar al moribundo en la cama, rodeado de su familia y numerosas plegarias. Pero se nos olvida que la costumbre es fuente de Derecho. Más tarde se llevaron a los abuelos a morir en el hospital y ahora son bienaventurados aquellos enfermos que pierden su vida en una residencia de ancianos. Lo próximo, el futuro que ya está aquí, será morir solo, sin ninguna compañía, tirado en el suelo del comedor, acaso dentro de una bañera, y que nuestro luto sea alertado por un olor a cadáver descompuesto. No alcanzaremos las postrimerías entre avemarías sino entre gritos de que aquí huele a muerto.

La solución para unas ciudades que ya no lo parecen, unas familias que sin duda no lo son y una dignidad que se nos ha perdido por entre las generaciones no debe ser fácil. Pienso que apostar por las familias es la mejor de todas nuestras opciones. Es la que tomaron mis padres hace veinticinco años, rematada genialmente teniendo tres hijos, y por eso mañana celebramos sus bodas de plata. Otros amigos míos escriben poesía y siguen empeñados en anunciar la belleza posible. Brindo por ellos. Y otros hacen ambas cosas (hijos y versos) y yo celebro sonriente su hidalguía.

La capilla donde se casaron, aquí en San Sebastián, ahora es el hall de un hotel y ante aquellas piedras uno podría lamentarse. Pero no. La idea es que los frutos de nuestra vida lleven a una alegría abundante, que ellos recuperen ese hilo musical de Parsifal. Que delante de esta fría inmobiliaria o ante nuestros incontables nietos puedan decir los vecinos que aquí huele a vida. Gurruchaga lo consiguió. Mis padres también.

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