«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia, y diputado al Congreso por VOX.
Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia, y diputado al Congreso por VOX.

Armengol: sectaria en el Congreso, sumisa en La Moncloa

4 de diciembre de 2023

En un sistema parlamentario del presidente del Legislativo se espera esencialmente dos cosas: una, que sepa ordenar, impulsar y moderar con acierto los trabajos de la Cámara, para que ésta desempeñe con la mayor eficacia posible las tareas que constitucionalmente le han sido encomendadas; y otra, que sea capaz de representar con dignidad a la institución ante la ciudadanía y ante el resto de los poderes del Estado, y de defenderle ante cualesquiera intromisiones llamadas a erosionar su independencia o a apartarla del lugar central que debe ocupar en el conjunto del sistema político.

Porque, en efecto, el presidente —o speaker, o como en cada caso se le denomine— de un parlamento está llamado a ejercer no sólo una función ad intra —seguramente la más visible— sino también una ad extra —probablemente la más arriesgada—. Lo que implica que de él se espere que despliegue aptitudes y actitudes de muy distinta naturaleza. Quizás sea excesivo pretender que el listón se mantenga allá donde lo quiso dejar Henry Clay cuando afirmó que quienes ejercían su oficio —fue el séptimo speaker en la historia de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos— debían hacer gala de «prontitud e imparcialidad al decidir las diversas cuestiones de orden que surjan; firmeza y dignidad en su comportamiento hacia la Cámara; paciencia, buen humor y cortesía hacia los miembros individuales, […] y que permanezca tranquilo e inquebrantable en medio de las tormentas del debate, protegiendo cuidadosamente la preservación de las leyes y reglas permanentes de la Cámara para que no sean sacrificadas a favor pasiones, prejuicios o intereses pasajeros». Pero qué duda cabe que un poco de firmeza de puertas para afuera, y una pizca de imparcialidad de puertas para adentro resultan imprescindibles para ejercer de manera apropiada la función de presidente de un Parlamento. Del mismo modo que contar con un presidente beligerante y parcial ante los restantes miembros del Legislativo; y apocado y obediente ante los demás poderes del Estado es el pasaporte seguro para una legislatura bronca y un Parlamento humillado.

Que es, mucho me temo, lo que al nuestro le espera con Francina Armengol al frente. Y es que en los apenas tres meses que lleva al frente del Congreso de los Diputados, la mallorquina ha sido capaz de acreditar cuan lejos está no ya del ideal de speaker trazado por Clay casi dos siglos atrás, sino incluso del ejemplo trazado por quienes le precedieron en el cargo en aquellos tiempos no tan lejanos en los que el rumbo del Estado se decidía en la Carrera de San Jerónimo y no en un hotel de Ginebra.

De puertas para afuera, Armengol ha subordinado el calendario de trabajo del Congreso a las necesidades estratégicas de La Moncloa al avenirse a dejar sin efecto la propuesta regia de Pedro Sánchez como candidato a la Presidencia del Gobierno hasta que éste hubiera amarrado los votos necesarios para asegurarse la investidura; ha amordazado al Congreso durante la friolera de tres meses y medio, negándose a que los ministros comparecieran no sólo ante el pleno sino también ante las comisiones la cámara —que ni siquiera han sido conformadas—, impidiendo de este modo el ejercicio de las funciones en materia de control de gubernamental que la Constitución atribuye al legislativo, y que el Constitucional ratificó que no decaían ni siquiera cuando el ejecutivo se hallaba en funciones; y ha fracasado con estrépito a la hora de representar con solemnidad a la cámara ante el resto de las instituciones del Estado —y, de manera muy singular, ante la Corona— al pronunciar en la apertura de la legislatura un discurso que cualquiera con dos dedos de frente sabía que no concitaría el aplauso sino de la mitad del hemiciclo, y que cualquiera un mínimo de cordura habría reservado para un mitin de fin de semana.

Y de puertas para adentro, Armengol ha hecho gala de un sectarismo nunca antes visto en nuestro —por otro lado, ya bastante— polarizado Parlamento: dando por bueno el juramento de lealtad a la Constitución prestado por diputados que ni utilizaban la fórmula prescrita reglamentariamente para ello, ni lo hacían en una lengua que la Presidenta o el resto de los presentes entendiera; imponiendo una distribución de escaños que maximizaba el confort y la visibilidad en el hemiciclo de los socios del Gobierno al tiempo que llenaba el gallinero de diputados populares y diseminaba a los de Vox por todas las filas del hemiciclo; reformando el reglamento en un asunto tan capital como las lenguas que se hayan de utilizar en sus debates y documentos, por la vía de urgencia y en lectura única, y aun mediando el cambalache de poner en práctica la reforma propuesta antes incluso de su adopción; sustituyendo al letrado mayor de la cámara por otro de docilidad probada, seleccionado a su antojo; y —por fin— cercenando la libertad de palabra de los diputados más incómodos para el Gobierno merced a un uso abusivo, espúreo y sesgado —lindante con la prevaricación— de su facultad para moderar los debates y de su competencia para asegurar el decoro entre sus señorías.

En su descargo toca decir que la culpa no es tanto suya como de quien la colocó ahí, pensando que la Presidencia del Congreso podría ser un buen premio de consolación para quien acababa de perder la del Gobierno balear; y aunque la culpa no es tanto de Pedro Sánchez como de quienes desde su partido y desde el Partido Popular han convertido en tradición que la presidencia del Legislativo sea designada a dedo por la presidencia del Ejecutivo, y aun resulte moneda de cambio en pago de favores pasados, presentes o futuros. Es ahí cuando empieza a morir la idea de que para preservar la libertad de los ciudadanos, «hace falta disponer las cosas de tal forma que el poder detenga al poder».

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