El anuncio era tan inesperado que tuve que detener el Aston Martin Valhalla en doble fila camino de mi ático 250 m² en Chamberí: la abundancia ha llegado a su fin. Adiós a los días de vino y rosas, a las escapadas a Seychelles los fines de semana y a la tartaleta de faisán en pepitoria con almendra tostada. Lo decía El País, y El País es una fuente honrada.
Tanta suscripción a Netflix no podía acabar bien. Está de moda meterse con los boomers, pero les digo una cosa: el porcentaje de mi generación con suscripción a una plataforma de películas y series en red durante nuestra juventud era del cero por ciento. Como lo oyen; ahí están los números.
Éramos de otra pasta. Austeros, casi diría que espartanos: nada de smartphones, nada de fibra óptica, pocos hijos o ninguno —por el CO2, mayormente—. Sólo trabajo duro, previsión y unas pocas distracciones sencillas e inocentes. Y superar con estoicismo habernos criado en una dictadura asfixiante, durante la cual todos, hasta el último, corrimos delante de los grises.
Ingratos. No hemos hecho otra cosa que ampliar derechos, impulsar gobiernos de progreso. Sin la lucha de mi generación ahora viviríamos en un lugar oscuro, en blanco y negro, como Hungría. ¿De verdad prefieren eso, un país sin los alegres desfiles del Orgullo, sin papeleras con los colores del arco iris? ¿Un país cerrado y homogéneo, sin las incontables bendiciones de la multiculturalidad? ¿Imaginan un panorama menos estimulante que Budapest un lunes por la noche?
Pero la abundancia en que hemos nadado hasta ahora ha terminado. Y no es culpa de nadie concreto. Miren cómo lo dice El País, que es una fuente honrada, con esa estructura impersonal: se acabó; nadie acabó con ella. Es algo así como el tiempo, como el sol que brilla sobre justos e injustos, como la lluvia que moja a buenos y malos. Qué le vamos a hacer.
No es que no se apunte a los culpables; es que no tienen cara o no son de aquí: el Cambio Climático, la Guerra No Provocada de Putin, esas cosas.
Pero no tiene por qué ser algo malo. El propio diario El País —una fuente honrada— lleva cosa de una década preparándonos para este momento, dándole simpáticos nombres en inglés a distintos aspectos de nuestra nueva vida: «coliving», «cohousing», que es vivir con 45 años con gente que no conoces de nada, el «wind drying», que es eso de colgar la ropa a secar en vez de usar secadora, y así. Consciente de su responsabilidad pública como referente, El País nos ha facilitado la transición a este momento con la pedagogía que se reserva a infantes poco dotados, explicándonos el goce de alimentarnos con insectos, la alegría evangélica de compartir nuestro vehículo privado, la ascética renuncia al mismo en favor del transporte público o un saludable paseo para acceder al centro de nuestras ciudades, y así. ¿Entienden siquiera los españoles cómo fortalece el carácter y enseña a afrontar los reveses de la fortuna pasarse varias horas sin agua bajo el sol mesetario encerrado en un vagón de Renfe?
Lo importante ahora es no tirar la toalla, no renunciar a todos esos derechos que nos hemos dado y que tantas luchas nos ha costado alcanzar con el pataleo infantil de votar a la derecha. Es pluma tan autorizada como la de Javier Cercas la que nos advierte en El País, fuente sin duda honrada, que el verdadero problema de los casos de corrupción al más alto nivel que están saliendo como setas no es, como podría suponer una mente poco sofisticada y atiborrada de «fake news», la constatación de que todo el entramado institucional ha caído en manos de una banda de facinerosos decididos a rebañar lo poco que quede de riqueza nacional, no: lo peor es que esto daña la imagen de la izquierda.
Cuánto más tarde en dimitir el presidente Sánchez, nos alecciona Cercas, peor para la izquierda, mejor para la ultraderecha. Eso es poner el dedo en la llaga.