Su Santidad rompió el lacre que cerraba el sobre, sacó una cuartilla, murmuró mientras leía y al fin dijo: “Es fascinante”. El prefecto para la Causa de la Fe, a dos metros, con los dedos de las manos entrelazados, frunció el ceño: “Es increíble”. El Papa cabeceó: “Nos, jamás habíamos oído hablar de una cosa así”. El prefecto hizo un mohín: “En los Archivos Secretos hay un escrito de un monje del siglo XI, fray Josephus de Rebolledum, que relata un hecho parecido que ocurrió en el monasterio de Montecassino hacia el siglo VIII. Pero nada más…”.
Su Santidad se volvió hacia el obispo Müller y preguntó: “¿Cuántos lo han intentado?”. El prefecto se mordió el labio durante un segundo antes de contestar, cabizbajo: “Treinta y cuatro, Santidad. Treinta y tres sacerdotes y un obispo”. El Papa juntó las manos en actitud de plegaria: “Permítanos, mi querido amigo, que nos le preguntemos si entre ellos había alguien de la Compañía”. El obispo Müller asintió: “Cuatro, Santidad. Y dos franciscanos. Incluso un trinitario, pero ninguno ha podido”. El Papa volvió a tomar la hoja, leyó de nuevo el texto y susurró: “Es fascinante”. El obispo Müller dudó una segundo: “Santidad, ¿qué quiere hacer?”. El Papa se volvió, inspiró fuerte y dijo, decidido: “Que pase, oiré su confesión”.
El obispo Müller asintió y salió de la estancia deprisa mientras el Santo Padre se acercaba a una cómoda, abría el cajón superior, sacaba una estola penitencial, la besaba y se la colocaba sobre los hombros y alrededor del cuello. Luego, el Papa se sentó en un silla alta y rezó.
Un minuto después, el obispo Müller entró llevando del brazo a un hombre vulgar vestido con un pantalón de bolsillos laterales, chirucas y un forro polar gris. Müller carraspeó: “Santo Padre, éste es”.
El Papa miró a aquel hombre y sintió un escalofrío que venció con una jaculatoria. “Gracias, querido Gerhard. Ahora, déjenos”. El obispo inclinó la cabeza y salió con prisas, cerrando la puerta despacio. El Papa miró al tipo, le sonrió y con un movimiento de la mano le dijo que se acercara. “Siéntese aquí, a mi lado. ¿Quiere confesarse?”. El hombre asintió una vez. “Bien, vamos a empezar”.
“Ave María Purísima”. El Papa colocó los dedos índice y pulgar de su mano derecha sobre la nariz con las yemas apoyadas en los lagrimales para forzarse a cerrar los ojos : “Sin pecado concebida. Dime, hijo, hace cuánto que no te confiesas?”. El tipo balbuceó: “Mucho, ah, sí, mucho tiempo, o sea, de pequeño, pero lo he intentado últimamente y nada…”. Su Santidad manoteó y dijo: “¿Has hecho examen de conciencia? Bien… cuéntame tus pecados”.
El hombre tragó saliva una vez y dijo: “Eh, sí, he pecado contra el quinto mandamiento”. El Papa respiró despacio: “Eso es muy grave”. El tipo asintió: “Sí, esto, he matado a, una vez, eh, puse una bomba en una casa cuartel de la Guardia Civil y murieron diez personas, cinco niños, eh, o sea, bueno, yo maté a nueve, pero hubo uno que murió después porque le atropelló una ambulancia, y no sé si ese…”. Su Santidad se llevó la mano a la frente: “¿Algo más?”. El tipo asintió: sí, bueno, tres muertos más, unos guardias civiles un año antes… El Papa se revolvió, inquiero: “¿Algo más?”. El hombre negó con la cabeza.
El Papa sintió que se le aceleraba el corazón, cerró los ojos con más fuerza, extendió la mano, la puso sobre la cabeza del etarra y dijo: “Lo que has hecho es terrible, hijo mío. Has causado un gran tormento y has ofendido gravemente a Dios. Deberás rezar mucho…”.
Su Santidad retiró la mano de la cabeza del etarra, extendió los dedos índice y corazón y dijo: “Ego…”.
El Papa no pudo conitnuar. Se quedó callado, respirando fuerte, deprisa y repitió: “Ego…”. En un último intento, el Papa gritó: “¡Ego…!”, pero nada más salió de su boca. Al fin, el Sumo Pontífice desmayó la mano y gritó: “¡Müller!”.
El obispo Müller entró a la carrera diez segundos después y vio al Papa derrotado en la silla: “Es fascinante, Müller. Tampoco he podido”.