Empecemos por aceptar la hipótesis de que el bien existe. No resulta fácil empezar todas las conversaciones en este punto pero yo a nuestros lectores les supongo cierto aprecio por la costumbre, acaso por el cálculo: leer LA GACETA y no EL PAÍS es ya una forma de discriminar bien y mal, que es la primera de todas las discriminaciones necesarias en el hombre. Empezando por ahí, vayamos a otra hipótesis más difícil: los que escribimos en medios de comunicación no tenemos un sobresueldo por difundir el mal. Más inverosímil parece, desde luego, pero algunos incluso tienen —procuramos tener— una especie de afán por el bien, un magnetismo por la felicidad.
Todavía están los que piensan que figurar aquí, firmando en una cabecera, con mi rostro joven, mi nombre completo y hasta algunas breves líneas del currículum es una suerte de nobleza. El oficio de la opinión aún proyecta reflejos de un mito que no es tal. Escribir con nombre y apellidos no es desde luego la subida a una torre de aristocracia interior. Se parece, más bien, a la bajada a un ruedo taurino, donde el olor no es de nardo sino de miedo. Esta bajada lo es de la misma forma que la subida al Gólgota fue un descenso a la muerte. Hay contrariedades que pese a todo redimen.
Sin embargo, la españolidad esconde un rasgo tan impetuoso como innegable, que es común a todos los compatriotas —desde luego a muchos de ustedes—: el griterío desde la grada. Yo he visto toreros jugarse el tipo ante el desdén de algunos cachorros de tendido alto y sus voces irrespetuosas. Al Papa le critican que vaya donde va, a Hughes que escriba lo que de hecho escribe y así con todos. Algunos no me perdonan mi amor por el Líbano, otros detestan el tufillo de sacristía de algún brillante escritor y los hay que en la muñeca de Juan Ortega ven muletazos sueltos y no la costura de un arte milenario. Algunos de ustedes son de esos voceros, empeñados en ver una fortaleza de marfil que no existe. ¿No ven que pisamos albero?
Así, a veces me sale decirles lo que Mazzantini repetía al aficionado protestón: «¿Por qué no baja y lo hace usted?». Y no baja. La gente no baja. No se pringa, no opina con libertad, no expone su rostro en redes y se desvanece la vehemencia del anonimato. Todos opinan sobre la siguiente tanda pero ninguno reúne el arrojo suficiente para agarrar un capote. Mazzantini esperaba con la ceja arqueada el silencio del tendido, que siempre llega. Lo mismo podrían hacer Hughes o, qué sé yo, De Prada. Cuántas tesis se pronuncian y qué poquitas se ejercen. Claro que los revolucionarios de salón han existido siempre. Tres palmadas y el animal a toriles.
A todos estos impetuosos se podría decir aquello que escribió David Gistau sobre Woody Allen. Tener afecto por ambos me permite recuperar aquella escena de Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo…: «Ese espermatozoide de Allen que, aguardando la luz verde del salto como un paracaidista, confesaba pavores y dudas existenciales en un sketch: “¿Y si se está masturbando y muero aplastado contra una pared?”».
Hay luz verde en este avión. Y ustedes no se atreven a saltar.