«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.
Fernando Sánchez Dragó (Madrid, 1936) es escritor. Ha sido en dos ocasiones Premio Nacional de Literatura. Ha ganado el Planeta, el Fernando Lara y el Ondas. Como periodista de prensa, radio y televisión ha hecho de todo en medio mundo. Ha sido profesor de Lengua, Literatura e Historia en trece universidades de Europa, Asia y África. Sigue en la brecha.

Besos consensuados, robados y compartidos

10 de mayo de 2021

La llaman «cultura de la cancelación»: enésimo eufemismo para no llamar por su nombre a lo que es cultura de la censura ‒disculpen el pareado‒, de la nauseabunda corrección política y de la nueva Inquisición. De antiguo viene. La puso en marcha, hace ya siglos, el Vaticano cuando decidió ocultar las vergüenzas de las estatuas clásicas de sus museos con hojas de parra ‒que son, por cierto, caedizas y caedizas fueron, porque la estupidez, pese a las apariencias, nunca es perenne, aunque sí cíclica‒ y la traigo hoy a cuento de todas esas vomitivas críticas lanzadas por las beguinas puritanas del movimiento nazifeminista contra la Disney por «mostrar el beso no consensuado del Príncipe a Blancanieves». Lo entrecomillo por ser una cita literal. Lo mismo podrían haber dicho acerca de la Bella Durmiente del Bosque, que despertó de su coma inducido gracias a otro Príncipe y a otro beso no consensuado. 

¿Y cómo demonios, me pregunto, puede consensuarse un beso sin renunciar a su encanto, a su espontaneidad y a su dulce turbación? ¿Acudiendo a un notario? ¿Presentando una instancia en papel de barba y con póliza de la Administración? ¿Aportando un formulario para que las dos partes contratantes lo firmen al pie de la última página y en el margen de las anteriores? ¿Recabando previamente la autorización de mamá, de papá y de la abuelita? ¿Recurriendo a un chichisbeo?

Con el primer beso que yo di, a eso de los quince años, a una chica de mi edad, me gané un buen bofetón. Lo encajé como si fuera una medalla

Lo que resulta evidente es que a las monjas y sargentos del Ejército de Salvación del Me Too, del No es Según, de la LGTBI y No Sé Cuántas Siglas Más y del Ministerio de Discriminación de la señora de Iglesias no les han dado un beso como Dios y el romanticismo mandan en su estéril y arisca vida. ¿Ni siquiera el primero? Pues no, ni siquiera el primero, que siempre llega como del rayo (Miguel Hernández), es torpón y, por lo general, suavemente robado, pero colorea las mejillas y es indeclinable luz de la memoria (Cernuda) que la emoción nunca apaga. Con el primero que yo di, a eso de los quince años, a una chica de mi edad, me gané un buen bofetón. Lo encajé como si fuera una medalla. Está evocado con humor y delicadeza en mi primer libro de memorias (Esos días azules, Planeta). Fue en el bosquecillo de las Residencia de Catedráticos de la calle de Isaac Peral. Un grupo de hijas de los profesores jugaban en él a las cosas a las que entonces jugaban las chicas. Oscurecía. Los chicos de la peña nos aproximamos deslizándonos como pieles rojas entre los matorrales y a la de tres, haciendo honor a lo que previamente nos habíamos comprometido, nos abalanzamos sobre ellas tratando de besarlas a hurtadillas. Nadie se enfadó. Ellas tampoco, aunque algún que otro bofetón, tan indoloro como el mío, voló. Nos replegamos. Eso fue todo. Travesuras de adolescentes. Media hora después del episodio ya estábamos jugando todos juntos. O todos y todas, como se dice con estulticia ahora. Todes no lo decía nadie.

El lance llegó a oídos de nuestros progenitores, que nos riñeron un poco, aunque disimulando la risa. Mi madre, también risueña, lo celebró con una cita de Ramón Pérez de Ayala: «¿Amor sin beso, señora? ¡Pastel de liebre sin liebre!», me dijo. Eran otros tiempos. 

Hasta un año después no volví a besar a ninguna chica. Lo hice con mi primera novia, que no duró mucho, pero de la que conservo grato recuerdo. También lo conté en una novela, tan autobiográfica como todas las mías: Las fuentes del Nilo.  Pero aquellos besos no fueron robados, sino consentidos.

Ningún colofón más apropiado para esta columna que el de la Rima XXIX de Bécquer… «Sobre la falda tenía / el libro abierto.  / En mi mejilla tocaban  /  sus rizos negros.  / No veíamos las letras / ninguno, creo, / mas guardábamos ambos / hondo silencio. / ¿Cuánto duró? Ni aun entonces  / pude saberlo,  / Sólo sé que no se oía  / más que el aliento,  / que apresurado escapaba  / del labio seco. / Sólo sé que nos volvimos / los dos a un tiempo, / y nuestros ojos se hallaron, / y sonó un beso. / Creación de Dante era el libro. / Era su Infierno. / Cuando á él bajamos los ojos, / yo dije trémulo: / ¿Comprendes ya que un poema / cabe en un verso? / Y ella respondió encendida: / ¡Ya lo comprendo!».

Lo dicho: otros tiempos.

O no, pues sólo lo fugitivo permanece y dura…

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