Todo montañero sabe que si uno se extravía lo mejor es volver sobre los propios pasos para tratar de encontrar el camino correcto. Esto vale como regla general en cualquier aspecto de la vida. Sólo hay una excepción: la política europea. No, no deje usted de leer: ya sé que la política europea parece importarle a todo el mundo un bledo, pero tenga usted en cuenta que la mayor parte de las cosas que pasan en su vida diaria dependen de Bruselas, desde el precio de la gasolina hasta la factura de la luz pasando por el inquietante aspecto de esos nuevos vecinos suyos o la extraordinaria dificultad de encontrar tomates decentes en el súper. Así que prestemos la máxima atención. Porque después de que, la semana pasada, Ursula von der Leyen presentara su programa, avalado lo mismo por el PP que por el PSOE, ahora hemos tenido el solemne enunciado de los «nuevos» objetivos de Bruselas. ¿Quién los ha presentado? Mario Draghi, es decir, un señor al que nadie ha votado para ello, pero al que los capitostes de la UE han encomendado la tarea de señalarnos el camino. Y ojo al asunto, porque esto que Draghi acaba de contar, salvo insurrección popular, va a ser la tónica de nuestras vidas durante los próximos años.
Para empezar, Bruselas ha descubierto que tenemos un problema de productividad. Por tanto, si la anterior legislatura ha sido la del pacto verde, esta ha de ser la de la productividad. Es lo mismo que dijo doña Ursula. Asombrosamente, Frau Vacunas no conecta una cosa con la otra, es decir, no parece haber reparado en que, si tenemos un problema general de productividad, es (entre otras razones) por la onerosísima carga de regulaciones y limitaciones que ha impuesto la agenda verde en cuestión, que desde hace años ha obligado a reorientar toda la estructura industrial europea. ¿No sería más lógico rectificar la agenda verde? Pues no. Habrá alguna ligera rectificación en materia energética (más nuclear, por ejemplo), pero, en lo esencial, la apuesta sigue siendo la de las renovables. Draghi ha sido taxativo: «descarbonización» en nombre del dogma del «cambio climático». Por supuesto, tampoco nada de rectificaciones en materia agraria. Todo lo más, no se obligará a los agricultores a vender la totalidad de sus tierras (está empezando a hacerlo Francia), pero no va a haber concesión alguna a pesar de las fuertes movilizaciones agrarias de la pasada primavera. «Descarbonización» quiere decir también que quedan desterradas las fuentes de energía contaminantes, o sea, las mismas que emplean los Estados Unidos, China, la India o Rusia. Y en esas condiciones, tenemos que ser más competitivos.
Y si no cambiamos el modelo productivo ni reorientamos la actividad industrial ni diversificamos las fuentes de energía ni rectificamos la desertización agraria, ¿cómo vamos a ganar en productividad? La solución Draghi es transparente: incorporando más mano de obra. Porque, además —subraya Draghi como si lo lamentara—, Europa tiene un serio problema de natalidad. Impresionante: todos nuestros poderes públicos llevan medio siglo fomentando políticas antinatalistas y ahora, vaya por Dios, constatan que tenemos un problema de natalidad. Bien, ¿qué hacer? ¿Estimular el nacimiento de nuevos europeos? No lo parece: ni una sola palabra en los discursos de Von der Leyen o Draghi apunta a eso. Ergo, la conclusión va de suyo: cuando se habla de aumentar la mano de obra, hay que interpretar que se habla de seguir importando mano de obra extranjera, exactamente en la línea que defiende el Banco Central Europeo. O sea, más inmigración. ¿Y cómo esa nueva mano de obra va a aumentar nuestra productividad? ¿Acaso por su espectacular cualificación? No parece que sea el caso. La verdad —que tampoco confiesan Draghi ni Ursula— es que la «productividad» aumentará porque los salarios serán más bajos. Y todo eso —nos dice el oráculo de Bruselas— tendrá que hacerse manteniendo la estructura de bienestar social. Estructura que, por otro lado, deberá combinarse con una multiplicación de las inversiones en Defensa, porque la ruptura con el bloque eurasiático se da por irreversible.
El horizonte Draghi —señor al que, insisto, nadie ha votado nunca— sólo puede sustentarse sobre un pilar: más y más dinero. Concretamente, 800.000 millones de euros al año. ¿Y de dónde van a salir? Draghi habla de «deuda común», «disciplina fiscal» y otras etiquetas que, en plata, significan que todos los Estados miembros de la UE deberán aportar más dinero al fondo comunitario, para lo cual, inevitablemente, tendrán que reducir déficit y subir impuestos. Si aún así falta parné, la UE emitirá deuda, pero esa deuda generará intereses que habrá que pagar, lo cual revertirá en más impuestos y, naturalmente, en mayor beneficio para el que compre la deuda, que serán el Banco Central Europeo y, eventualmente, cualquier fondo público o privado del extranjero. Los Estados europeos, a su vez, terminarán definitivamente atados a la estructura de poder económico bruselense. Y así, con más impuestos, más inmigración y más dependencia del poder de Bruselas, la Unión logrará su sueño de una Europa enteramente «renovable» y «productiva». Y si usted se pregunta si acaso nadie en esa casa ha escuchado el mensaje de los votantes en las últimas elecciones europeas, desengáñese: los líderes saben lo que nos conviene.
Todo montañero sabe que, si uno se extravía y decide seguir adelante, lo más probable es que termine despeñándose por cualquier barranco. Ese es el horizonte que nos acaban de dibujar Draghi y Von der Leyen con el aplauso de «populares», socialistas, liberales y verdes. Todo montañero sabe también que, en estos casos, lo más prudente es coger al jefe de la cordada, utilizar la cuerda para atar en cualquier árbol a ese insensato y emprender el camino de vuelta. Rectificar el rumbo de la Unión Europea empieza a ser cuestión de supervivencia. Orban rescató hace algunos meses una célebre frase de Walter Benjamin: «Las revoluciones son el freno de seguridad del género humano». Yo ahí lo dejo.