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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Las cigüeñas sobrevuelan Cáceres

12 de noviembre de 2013

A Cáceres no llega el AVE; parece ser que el título Patrimonio de la humanidad no habilita para gozar de un ferrocarril decente. Sólo hay un tren irrisorio donde los riñones se rompen y el cuerpo, a decir de Gabriel y Galán en Mi Vaquerillo, se hace de hierro, si es que se quiere subsistir entre su grosero traqueteo y una obligada continencia ante los mugrientos servicios que le adornan. Mejor sería aquella galera decimonónica citada por Larra que recorría sesenta leguas en cinco días, pero con derecho a colchón y posada; y, desde luego, el llamado automotor de los años cincuenta del pasado siglo donde uno se asentaba para ir a la capital a visitar museos y ese gran almacén, Galerías Preciados, en el que los niños provincianos pasábamos las horas subiendo y bajando por sus novedosas escaleras mecánicas. Quizás esa insuficiencia se deba a que los responsables piensen que, como Extremadura está al poniente, en tierras de Monfragüe y en las faldas del puerto de Miravete haya bandidos trabuqueros, igual que en el viejo oeste americano había sioux y cheyennes; pues no es concebible cualquier otra consideración razonable en una leal y justa distribución de recursos.

Un susurro pretende mitigar esa carencia : “A Cáceres, a Extremadura, llegará el Talgo…”. Y, mirando al cielo, la buena gente calla. Aunque a mi me recuerda a aquel suspenso alto que me ponía en latín el padre Teodoro de los franciscanos cacereños para evitarme ir a la carbonera de mi casa de la calle Parra, a donde me mandaba mi madre y de donde me liberaba mi abuela, pero que me obligaba, dentro y fuera de aquel oscuro lugar, en plena época canicular, a declinar el rosa rosae y el Dominus domini .

Mas, llegues por donde llegues, o cómo llegues, sobre algún matacán de la torre de Bujaco o, acaso, más tímida, tras una gárgola del Palacio del Mono habrá siempre una enhiesta cigüeña con su singular gazpacheo o, en silencio, manteniéndose en paticoja actitud, pues cada momento tiene su afán; y ellas son zancudas curiosas. Antes iban y venían, según temporada; de ahí el dicho “Por San Blas cigüeñas verás…”. Aparecían cuando los rayos del sol comenzaban a recalentar las sillerías palaciegas y las almenas sobrevivientes de viejas defecciones nobiliarias, pero ahora es muy distinto y, como los políticos, no hay quien las mueva, caiga lo que caiga; y eso que el relente en las espaldañas del Convento de San Francisco y de la iglesia de San Mateo debe helar el alma. Sí. En esas noches de calma, de cielo azul y estrellas infinitas donde en los recovecos oscuros del Adarve los jóvenes amantes de ha tiempo se cogían de la mano y, ahora, ya con mas livianas ataduras, se besan y se aman. “Más cigüeñas y más azul …” cantaba en su poema Cáceres el emeritense Delgado Valhondo.

No hay AVE y el visitante se impacienta ante los anunciados, permanentes y kilométricos atascos de la N-V hacia Madrid y de la 630, la vieja vía de la plata, en su entrada en Sevilla. Le queda mucho por ver y recorrer; nadie le ha llevado a pasear por esas calles, Caleros y Camino Llano, donde según ha escuchado en improvisado turístico Redoble unas se lavan con aguardiente y otras con agüita de la fuente; ni tampoco ha podido descansar bajo alguna morera de Cánovas, ese jardín y paseo desde donde día a día, paso a paso, la ciudad ha ido abriéndose hacia el futuro y permitiendo que las cigüeñas sin despreciar las almenas medievales se posen también sobre torres acristaladas.

Patrimonio de la Humanidad, ciudad de las tres culturas, generoso banderín de enganche hacia el Nuevo Mundo, cuna y reposo de laureados artistas y valientes soldados, hija fiel de la Patria a la que pertenece, Cáceres siempre ha sido una ciudad abierta; jamás en sus puertas, sea la del Arco de la Estrella o la del Arco de Cristo, chirriaron los goznes para cerrarse… Ella es así, por eso, a veces, se comprende que, mocosina, jimple, como la moza de Chamizo, y su aljibe almohade del Palacio de las Veletas se llene de lágrimas doradas, las mismas que en su sobrevuelo cacereño las blanquinegras zancudas llevan en los picos rojos a sus aun algodonados polluelos. Y todo sin enfuscarse, ni fartarle el respeto a nadie, porque noble es la ciudad y noble es su gente.

¿Hay que ir a Cáceres? Sí. Pues se va, aunque haya que saltar barreras exteriores, aunque las bocinas comprimidas de un atasco nos ensordezcan y el zarandeo del vetusto tren nos desencaje; al llegar siempre habrá un recogido lugar donde salvar el silencio, una mesa donde tomar una caldereta para reponerse y un rincón para solazarse. Y, eso sí , siempre estará allí erguida la Torre de las cigüeñas desde donde nuestra imaginación podrá volar a la velocidad que quiera.

*José Juan del Solar Ordóñez es abogado y escritor.

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