Compartía el otro día un simple tuit, de mi serie «el agua moja», que terminó viralizándose; una foto y cincuenta y cinco palabras con las que mostraba la clase de textos que uno tenía que leer hace treinta y cinco años si quería obtener el graduado escolar. Aseguré, como hago ahora, que antes pasabas por una treintena de grandes libros, mientras hoy, a base de trabajitos, desaparición en los currículos de esas obras y ChatGPT puedes llegar perfectamente virgen de lecturas a la universidad y/o a tu primer trabajo. Como siempre que uno dice obviedades, las adhesiones fueron masivas; pero si algo se aprende de cómo hemos llegado hasta aquí, hasta esta estafa educativa masiva, es leyendo el puñado de refutaciones que algunos intentaron.
Un primer grupo intentó negar la mayor, que esos libros se leyeran: hubo hasta quien sugirió que me los había comprado hace pocos años. Rápidamente surgieron quienes apuntaron que eran incluso más, por no hablar de los que se leían cuando Villar Palasí, que por ser ministro con quien fue no puede mencionarse (porque somos tontos). Y eso que era solo una muestra, circunscrita a la gran literatura española: también se leían obras como Crimen y Castigo, Oliver Twist o la Odisea. Hoy, en cambio, la última vez que pregunté quién era Ulises en un segundo curso de grado superior, de treinta estudiantes, veintiocho se encogieron de hombros, y el otro par de ellos dijo «un griego».
La línea de negación más entrañable es la que sostiene que los chavales no tienen capacidad para leer esas cosas. Se viste de «comprensión» lo que no es sino condescendencia. Es decir: te acusan, por escribir un tuit así, de menospreciar a los jóvenes, cuando lo que haces es advertir de que se les está robando, mientras estos afirman que lo que alguien de 14 años pudo leer en los ochenta, ya no puede ni a los 17. Extractos sí, libros enteros no, que colapsan. Y lo mejor es que al llegar a los dieciocho y pisar la universidad —hablo, ni que decir tiene, de lo que abunda y espanta, no de los mejores, que siguen siendo muy brillantes—, cuando comprobamos que tienen el vocabulario del reguetonero estándar, no dudan en decir «¿no veis que vocabulario para leer no tienen?». No lo tienen porque se lo habéis robado o sois de los de «nada que ver, circulen», mastuerzos, destripaterrones, cómplices.
Otra línea de pseudoataque viene de los de «obligar a leer a los clásicos es enseñar a odiar la literatura». No hace falta sino hablar con cien personas para darse cuenta de que, entre quienes sudaron esos libros (porque hay que sudarlos, ¿estamos?), ni la mitad han pasado a odiarlos. De modo que no: como en el deporte, el emprendimiento y tantas otras cosas en la vida, no hay correlación que no sea ridícula entre el esfuerzo de hoy y el gozo de mañana. A los de la pamplina esta del odio inducido les pido que cuenten cuántas personas conocen que han descubierto a Cervantes o Lope a los treinta o los cuarenta sin haberlos tocado antes ni con un palo.
Decían unos cuantos que «de lo que se trata es de que la gente lea». Pues miren, no. A servidor se le ocurre que lograr que la gente lea las memorias de Jesulín de Ubrique o el prospecto del Diazepan no es un objetivo serio para una sociedad avanzada del siglo XXI. Que a lo mejor lo que toca es admitir que ya hemos dejado de serlo, con el concurso imprescindible de quienes les ríen las gracias a quienes han destrozado la educación de este país, los dos «grandes» (¿orondos?) partidos. Pero no, personalmente me niego: uno ambiciona una educación de calidad para sus compatriotas, y por lo tanto exige que no se llame empeorar a avanzar, y apela a quienes aún tengan sangre en las venas a que alcen su voz para denunciar este latrocinio cometido contra los españoles. Estamos negando a nuestros jóvenes la oportunidad de acceder a lo grande, y menos que eso no se merecen.
La literatura no es un hobby. Es decir, lo será para algunos, como para otros lo serán las matemáticas, que tampoco son un hobby: no lo son de suyo. No enseñamos literatura para «aficionar a la lectura»; si el objetivo de esta disciplina fuese que la gente leyese bestsellers de birria sería poca cosa, algo así como enseñar historia para que el ciudadano común no pierda el hilo en Netflix. La literatura es una poderosa fuente de educación intelectual, sentimental y política. Los mejores libros no sólo enseñan a pensar y comunicarse; educan el corazón, el afectivo, el moral y el civil. Y si hablamos de la mejor literatura en tu lengua como parte de un proyecto compartido llamado Hispanidad, hablamos de una forma de estar en el mundo que lo ha mejorado. Como toda fuente de educación, no es infalible, y claro que hay gente muy leída y muy impresentable, pero son solo la excepción que confirma le regla. No hay error en la conclusión cuando nos situamos en el nivel sociológico, sometido a la ley de los grandes números, y aquí a quien hay que escuchar es a Ortega y Gasset: la medida de una sociedad la da su hombre medio.
De ahí la inanidad de todos esos que dicen que odiaron a Fernando de Rojas o no lo leyeron y ahora se solazan en La Celestina. Ya se ha dicho que es una pamplina anecdótica; es extremadamente raro no tener contacto alguno con sus mejores obras y luego ya de mayor, sin los recursos de vocabulario, contexto y, en fin, eso que solía llamarse «enseñar literatura», alguien se vaya a aficionar a la poesía del Siglo de Oro. Pero es que además resulta nauseabundamente clasista: hay muchas personas que viven en casas con libros y padres lectores, o caen en sitios donde esa belleza les queda accesible, pero resulta que hay mucha que no. La gente de la parte baja del tobogán de la vida, que diría Montero Glez, no tiene ese privilegio, consume más audiovisual, televisión basura y redes sociales que el resto y si la educación reglada, lugar de igualación social y por lo tanto pilar de la democracia, no les organiza esos encuentros, sus posibilidades de recibir su parte del tesoro se reducen casi a cero.
La negación del declive de nuestra educación, sea en el ámbito literario o en otro, es un asunto ideológico: se tacha de reaccionario a quien grita que el rey va desnudo, o se le dice que «se cree mejor que los demás», cuando solo denuncia un desfalco. Como quien tacha, rebuzna, ni le sonará la Institución Libre de Enseñanza y el deber que se autoimpuso de instruir al pueblo. Es hora de poner pie en pared, de decir «basta». Si no somos más los que gritamos y consecuentemente hacemos algo, el declive continuará, y hay un punto en el que una democracia, de pura burricie, aplaude insensible y acríticamente al que no es y se encuentra bajo la égida de un tirano. Un punto que, por cierto, ya se vislumbra en el horizonte.