«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

Cobardía de uno, culpa de todos

31 de octubre de 2024

Este nuevo forúnculo de nuestra democracia (el caso Errejón) que, henchido de pus, ha estallado para sorpresa de unos pocos, ha dado lugar en una semana a todo tipo de análisis. Me quiero ocupar de lo que me toca más de cerca: lo que dice todo este asunto sobre la ética imperante. No me refiero, por supuesto, a lo que ha hecho o dejado de hacer el señor Errejón —allá él con su conciencia—, sino a las reacciones y justificaciones, que dicen mucho sobre la enorme confusión moral que hemos dejado crecer a nuestro alrededor, retrocediendo a toda velocidad hasta tiempos superados y tribales.

Así hay que entender las bochornosas intervenciones no sólo de Errejón («me intoxiqué de neoliberalismo», «me hizo así el patriarcado»), sino también de su claque: como intentos de devolvernos a la mentalidad de la tribu. Su amigo y correligionario Ramón Espinar escribió en X que había que «reconocer que los hombres de nuestra generación estamos atravesados por el machismo», a lo que se sumó un coro de afines rasgándose las vestiduras por «lo asquerosos que somos los hombres». «Tranqui, colega / la sociedad es la culpable», cantaban Siniestro Total hace una pila de años. La respuesta inmediata, en forma de refrán, es que «cree el ladrón que todos son de su condición»; la elaborada nos pide entender cómo se han arruinado estas mentes y estas corazones como para decir tales barbaridades.

La ruina proviene del modo en que han sido instruidos: no para pensar y sentir bien, sino con la papilla infecta del estructuralismo, el marxismo y otra serie de ideologías que han sustituido a la ética en las facultades. Las ideologías (verdadera basura) que colectivizan la culpa son un método fácil para dimitir de la propia conciencia; que las hayamos dejado campar a sus anchas por los campus sin ofrecer la alternativa de la verdad moral —sin entrenar conciencias— nos ha llevado a este retroceso ético de ahora, con tanto piltrafilla disculpándose. Hay una escena de la película Forrest Gump que muestra cómo funciona. El novio de Jenny, furibundo combatiente contra la guerra de Vietnam, la agrede, y después se excusa diciendo que si perdió los estribos fue por «esta maldita guerra y el cerdo de Lindon Johnson». En cambio, Forrest, que sí tiene el corazón bien sintonizado, hace lo que deseamos hacer todos los que entendemos que a una mujer se la respeta: darle su merecido.

Decir, en pleno 2024 y en uno de los países más avanzados del mundo, que hay una cultura llamada «patriarcado» que te hace hacer cosas que tú no quieres no sólo es propio de pusilánimes, sino también de ignorantes. El ser humano jamás ha actuado en un benigno vacío de influencias como el que estos indocumentados avistan o por el que como coartada suspiran, lo cual no ha impedido a la mayoría de las mujeres y los hombres comportarse como es debido. Por otro lado, nunca fue menos poderosa esa influencia, ahora que gozamos de toneladas de información y una amplísima ausencia de ataduras convencionales. Si con tanto en contra tantos se comportaron, ¿vamos a dar la razón a estos cachorros de la Posmodernidad que ahora se autoexculpan compungidos?

Esta cobardía individual la ha replicado punto por punto en lo colectivo su partido, demostrando una vez más cuánto se parece la nueva a la vieja política: localizar chivos expiatorios, salvar el cuello de la líder y jamás asumir responsabilidades. A esto le han unido el esperpento de proponer, como prevención de futuros males, la obligatoriedad de pasar por cursillos antiviolencia de género a sus mandos, como si su Errejón no solo los hubiera recibido, sino impartido incluso; como si más homilías laicas fuesen la solución para el problema que sustituir la ética por tales homilías precisamente ha causado.

Ayer, hoy, mañana y siempre: la ética empieza y termina en la valentía, no es libre ni moralmente adulto sino quien reconoce su deber. Tenemos conciencia y somos responsables de nuestros actos, el prójimo importa, la moral es universal y objetiva —más allá de sus dilemas, que tienen todos los saberes—, hacer el bien es un empeño personal indelegable. Causar sufrimiento sin crear un bien mayor es abyecto, la vida y la intimidad de los demás son sagradas, mujeres y hombres son personas con los mismos derechos y oportunidades. Etcétera. Por haber renunciado a enseñar todo esto —dejando a cada cual al albur de su suerte en cuanto al hogar que le toque— tenemos ahora a toda esta gente creando problemas, a toda esta gente que legisla, no se nos olvide.

Lo otro que sí hemos hecho, para nuestra desgracia, es medicalizar el carácter. Seguro que no les cuesta entender ahora por qué el señor Errejón dijo hace un año «abanderar la causa de la salud mental» e incluso —ya hay que ser ignaro— haber «salido del armario» por decir, en pleno 2023, que acudía a un psicólogo. Hay por ahí demasiados entendiendo que carecer de control de los propios impulsos sexuales hasta el punto de violentar a los demás no tiene nada que ver con la ética, sino con una invadeable enfermedad del cerebro; y hasta que las drogas te dispensan de considerarte un canalla. Apuesto un brazo a que, con algo más de tiempo para construir el relato, tanto el señor Errejón como su adolescente partido le hubieran presentado como una víctima más, en vez de un victimario.

Todo esto que les he contado lo puedo comprobar cada vez que tengo una formación o una sencilla charla en torno a la ética con personas de entre, digamos, 18 y 29 años. Con la salvaguarda de lo que hayan visto en sus casas, casi todos están en la misma confusión entre lo personal y lo colectivo, y con lo estructural y lo psicológico permanentemente en el corazón y en la boca: no soy yo, es el neoliberalismo; no soy yo, es el machismo que atraviesa la estructura de nuestras sociedades. Afortunadamente, bastan veinte minutos girándoles la vista hacia la ventana por la que pueden ver la realidad y así salir de su platónica cueva y ver la luz, que no es otra que esta: vivimos en el mundo más libre que haya existido, el bien y el mal son opciones personales y por más circunstancias atenuantes que a veces existan sólo fuerzan sexualmente los miserables y sólo se exculpan los cobardes.

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