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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El coche oficial

8 de junio de 2015

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No me quiero ni imaginar el bajonazo tremendo que deben tener aquellos políticos que tras 15 o 20 años subidos a un coche oficial ven como de un día para otro se quedan sin él. Gente que no vive la realidad porque todos los días le van a buscar a casa, le llevan al trabajo, luego al restaurante de lujo, después a la reunión de turno y por la noche, vuelta a casita. Sin gastar un euro en gasolina, sin cambiar nunca el aceite o preocuparse por el dibujo de las ruedas, sin aguantar las aglomeraciones del metro o las largas esperas en las paradas de autobuses, siempre llegando a los sitios con altivez y sacando pecho.

Son políticos que no saben lo que es reservar una habitación en un hotel porque se las reservan sus asesores o secretarias, que no van al kiosko a por la prensa porque cada mañana tienen todos los periódicos junto al desayuno o que cuando van al cine a ver el estreno de turno lo hacen con sus escoltas y con las entradas ya bien reservadas con antelación.

Cuando viene a tocar el grupo de moda a la ciudad siempre están en el palco y cuando juega Rafa Nadal siempre se dejan ver en la zona VIP, como cuando corre Fernando Alonso, que se fotografía con ellos en los boxes. No se pierden una y siempre van rodeados de aduladores que enseñan dientes cada vez que un fotógrafo enfoca al jefe. Viven en un chollo y sueñan cada noche con que esa vida no se acabe nunca.

Pero llega un día en que se acaba. Porque los ciudadanos los echan de sus puestos en las elecciones o su ineptitud les lleva a ser cesados por los presidentes o mandamases de turno. Cosa que a veces pasa. En España no con la frecuencia que debiera, pero sí que ocurre. Me vienen a la cabeza José Blanco o María Teresa Fernández de la Vega, todopoderosos portavoces y vicepresidentes en los gobiernos socialistas de Zapatero;  José Bono, ex presidente de Castilla la Mancha, ex ministro, ex presidente del Congreso; o posiblemente, y muy en breve, Esperanza Aguirre o Rita Barberá, baronesas eternas de los populares en Madrid y Valencia.

¿Cómo será para cualquiera de estas personas acostumbrarse a vivir como un ciudadano de a pie? ¿Qué sentirán cuando tengan que llamar a un restaurante para pedir mesa cuando hasta hace dos meses siempre tenían reservado el mejor sitio? ¿Serán capaces de entrar en el bar de la esquina a tomarse un café o una caña? ¿Qué sentirán cuando ellos mismos tengan que descolgar su móvil en vez de desviar las llamadas a su secretaria? ¿Sabrán reservar un vuelo por internet? ¿Y comprar un libro en amazon?

Lo que tengo claro es que como no tengan la cabeza bien amueblada debe ser un trago muy duro. En nada pasan de estar en lo más alto a verse de repente como uno más, como alguien del montón. Y pronto llegará lo más triste para ellos: el olvido, la indiferencia, el desdén. Primero dejarán de llamar las emisoras de radio y los periodistas que tanta coba les dieron. Ya no les interesa nada lo que dicen y hay gente nueva con cosas que contar. Con un poco de suerte, igual piensan en ellos para algún acto oficial de sus partidos o los sacan a pasear en los mítines cuando hay campañas electorales. Pero con casi toda seguridad, en dos o tres años ya nadie se acordará de ellos. Algunos se convertirán en jarrones chinos, otros serán abandonados a su suerte y serán obviados.

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