Cuando estalló la crisis, Ruiz de Lopera dijo algo contraintuitivo: «La gente no ha dejado de ir a los restaurantes por falta de dinero sino porque no tiene nada que decirse». Perla de sabiduría. Salir a cenar en soledad es una de los entretenimientos más reveladores que hay; fijarse (fijarze bien) en las personas que están cenando, sobre todo en las parejas, esos tete-a-tete; ver las caras, las caras de ellas, que son un poema… Son caras como de regresar permanentemente de un bostezo. Están a la altura de las caras de ascensor, de las caras en el metro o en las salas de espera, pero peor: al vacío facial se le añade una nota de tedio violento limítrofe (pero limítrofe con frontera porosa melillense) con el asco. Es una cara de angustia vital pero expresada hacia el otro, hacia el que está enfrente, usualmente el marido (sería un angst hacia algo, tendente a alguien, dirigido a: un ad-angst, no una angustia vital sino una adgustia).
Hay parejas que no tienen nada que contarse, situación que puestos ante el televisor resulta más llevadera que enfrentados en un restaurante, y quizás por eso el puntero sector de la restauración ha respondido con los llamados dinner shows, esos sitios en los que la cena viene, digamos, amenizada.
Esto no puede ser confundido con los restaurantes gastronómicamente refinados, los restaurantes intelectuales (gastrocoherentes) donde comer es La Experiencia. Comer es allí una experiencia sensorial totalitaria tan amplia (tan heavy, diría uno de sus más altos representantes) que empieza antes de comer y acaba después. Es tan intensa que debe tener alguna introducción y luego un epílogo, una especie de chupito-conceptual. Los dinner shows son distintos, son comer con experiencias revoloteando, comer espectacular, comer con cosas y se dan mucho en Madrid, donde la Libertad ha tomado esos derroteros. Tienen nombres de títulos de canción de Azúcar Moreno, palabras o apelativos con algo de reproche dedicados a un amante.
La comida, por supuesto importa (en más de una acepción) y en ella suele mandar el sushi, un sushi sofisticado con todo tipo de añadidos. El sushi es el nuevo gin tonic. Su capacidad de absorción parece ahora mismo ilimitada. Puede venir glaseado, envuelto en cosas, rodeado de otras y aderezado finalmente hasta que sea necesario cavar o rastrear para encontrarlo. Puede arder. Puede licuarse por dentro. Por supuesto, hace ya mucho que ha sido invadido por el queso, alimento hegemónico, y veremos, si no los hay ya, nigiris de queso de cabra.
Todo esto se llama, con bastante indulgencia, cocina fusión, y mientras se ingiere van pasando cosas. Todo nace de un concepto, una idea de hedonismo decadente: el Imperio romano en sus estertores, los años 20, Babilonia, un tribalismo selvático, la pura dislocación cosmopolita… y de ahí emanan la decoración y los espectáculos que desembocarán, casi seguro, en el temido burlesque: entrecruzándose con los camareros puede haber cantantes de ópera, mimos, trapecistas, contorsionistas, emisores de fuego y hasta enanos. Se produce aquí algo curioso, por una especie de simultaneidad moral espaciotemporal, los enanos del bombero torero no pueden ganarse la vida en la plaza, pero sí en un restaurante vestidos de esclavos romanos o haciendo cabriolas. Todo responde a una ley: todo será permisible si porta una bandeja de sushi.
Estos restaurantes enlazan con gran inteligencia la cena con la llamada primera copa. La primera-copa es un subsector económico en sí mismo, una auténtica industria. Hay una especie de transición, un momento mágico que es a la vez cena y primera-copa, en la que los comensales aun están sentados pero ya no se contienen. Accionan las servilletas volanderas como cuadrillas del novio y elevan sus bengalas como si bailaran (en ese momento, desearíamos que el sitio se llamara Ignífugo). El público, que (huelga decirlo) es en su mayoría femenino, formado por esa extraña entidad social que son las amigas, alcanza ahí un punto jubiloso. En el apogeo, entre las mesas podría salir perfectamente alguien disfrazado de bombero o un policía moviendo la porra como Charlie Chaplin. No sucederá, pero la atmósfera es exactamente esa. El dinner te da de comer y deja la noche en ese punto exacto en el que ellas agitan las servilletas. El nigiri de pez mantequilla parpadea fosforito. Sus caras, por supuesto, son todo regocijo.