«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.
Sevilla, 1972. Economista, doctor en filosofía y profesional de la gestión empresarial (dirección general, financiera y de personas), la educación, la comunicación y la ética. Estudioso del comportamiento humano, ha impartido conferencias y cursos en tres continentes, siete países y seis idiomas. Ha publicado ocho ensayos, entre ellos El buen profesional (2019), Ética para valientes. El honor en nuestros días (2022) y Filosofía andante (2023). También ha traducido unas cuarenta obras: desde clásicos como Shakespeare, Stevenson, Tocqueville, Rilke, Guardini y C. S. Lewis, a contemporáneos como MacIntyre, Deresiewicz, Deneen y Ahmari, entre otros.

Como si fueran redes sociales

26 de diciembre de 2024

A veces la cosa es tan sencilla de desentrañar que basta con leer despacio. Las redes sociales, por ejemplo. Llevamos desde 1997 (SixDegrees.com) y sobre todo desde 2004 (Facebook) saltando como pequeñuelos sobre ese charco, diciendo —es decir, haciendo— barbaridades, entre zascas, insultos, acosos y delitos encubiertos sin percatarnos de lo esencial, de lo que debe inspirar nuestros comportamientos. Y lo esencial es que son redes sociales.

Y bien, ¿cómo se comporta uno en sociedad, esto es, cómo debe uno hacerlo y cómo lo hace de hecho la inmensa mayoría? Pues, para empezar, no soltando lo primero que se le ocurre. El pudor al expresarnos nos atañe a todos: ya está bien de confundir la espontaneidad con no tener miramientos ni modales. Hay un derecho, el de expresión, que queda en nada si no se atiende al mínimo deber de no hablar de lo que no se sabe. También conviene suspender la credulidad, pues en sociedad huelga decir que no sólo circulan verdades, y abusar de la amabilidad, recordando que tenemos un ser humano delante cuyas circunstancias y padecimientos se nos escapan. Y aunque sea muy social y habitual lo de hacerse el listo y tratar de quedar por encima de los demás, se es social de veras cuando uno entiende que está uno entre iguales.

Se trata, en definitiva, de no contarse la milonga de que existen dos mundos, uno, el real, donde hay seres humanos por delante y mal que bien se los trata en consecuencia, y otro, el virtual, donde uno puede conducirse como un perfecto miserable. Porque ocurre esto otro, que debe olvidarse: podrá uno engañar a los demás, pero no a sí mismo, y quien se comporta como bazofia, cuando el telón cae y las luces se apagan, sabe que es bazofia.

Si me permite le voy a compartir una práctica que a mí personalmente me hace bien, me reconcilia con el ser humano y ante todo me permite respetarme: felicitar en Twitter/X a gente que no conozco. Intento no pasar mucho tiempo online, porque la vida está fuera de ahí; pero el poco que paso, bicheando para dar con los artículos y pensamientos de las personas a las que sigo y admiro, intento que sea también para que, cuando me topo con alguien que cumple años, alcanza un logro personal estimable o sencillamente ha superado alguna enfermedad canalla se lleve un enhorabuena de un tipo que no han visto en su vida. Si fuésemos imbéciles y anglosajones lo llamaríamos #RandomCongratulation, y a lo mejor abríamos un reportaje de YoDonna. Llamémoslo «ser una persona cabal», porque eso hace quien es cabal, alegrarse del bien ajeno. ¿Cómo serían las redes sociales si la benevolencia abundase?

Más: no se insulta tras el burladero de la distancia cibernética, cobardes. No es tanto por los demás como por vosotros; cada vez que os ciscáis en quien no tenéis enfrente os lanzáis un mensaje que no por subliminal es menos inexorable: os perdéis el respeto, pues sabéis, aun sin verbalizarlo, que sois escoria. Capítulo aparte para los ultracobardes que hacen lo mismo con el pasamontañas de un nick (un seudónimo) y una foto falsa. ¿Cuánto escombro contiene un alma que hiere e infama o siquiera lo intenta a quien no mira a la cara? Las pocas veces que me ha pasado —toparme con uno de estos desgraciados—, más que ira, he sentido pena, pues qué clase de vida ha de llevar quien lanza piedras encapuchado. Por supuesto, he bloqueado de inmediato, y gracias a eso tengo mi TimeLine limpito como una patena.

Se nos llena la boca hablando de la empatía, pero es la falta de misericordia la que más se echa de menos en las redes. Por ser la «virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y miserias ajenos», y dado que el sufrimiento es la nota diferencial de lo humano, para ser uno social y no ser moralmente subdesarrollado lo primero, esté uno en la red que esté, es entender que detrás de cada cual hay una historia de sufrimiento. Juzgar cuánta culpabilidad lleva en ello el sujeto o la sujeta que nos incomoda es jugar a ser Dios, de modo que llamar «sucnormal», «mermada» y el resto de las lindezas con las que algunos se autofestejan no dice nada sobre los demás, y lo dice todo sobre uno mismo.

Resulta que ni los deberes de cordialidad ni los de educación prescriben en las redes sociales. Cierto que no hay por qué dar a cada momento los buenos días y las buenas tardes, porque se haría pesado y cada canal tiene sus reglas; pero reconocer, agradecer y las demás cosas que nos humanizan en el mundo no virtual son exigencias que conservan o multiplican su valor en la ciberesfera. Mi impresión, por lo demás, es que esto lo cumple una mayoría, y que es justamente el ruido que hace la ponzoña —lo que hiere a la vista una manchita negra en un tapiz con grises y sobre todo blancos— lo que le otorga una relevancia que objetivamente no tiene.

También pasa que nos envenenamos cuando la cochambre, que el algoritmo obviamente destaca, se nos pone en fila india. También hay solución para esto: reconciliarse con la quebrada índole del ser humano, problemática, luminosa y oscura. Mire usted: nos daña más que nada nuestra ingenuidad, vale decir, nuestra ignorancia. Somos capaces de lo peor y de lo mejor, y es un aspecto esencial de la madurez reconciliarse con todas nuestras posibilidades, las buenas y las peores, sin dejar por ello de luchar porque abunden las primeras. A fin de cuentas, «ser social quiere decir perdonar», como dice el poeta Robert Frost en The Star Splitter.

Porque son sociales estas redes, es posible hacer amigos en ellas. Me ha pasado un montón de veces. Cuando, con posterioridad, desvirtualicé al amigo se produjo ese pequeño milagro que vislumbró Goethe: igual que sólo se conoce al amigo cuando te escribes con él, resulta que caen muchos muros cuando te has escrito con gente, de modo que, al estrenar amistad, esta rápidamente reluce y se dispara. Esto han hecho por mí las redes en los últimos años: que la primera vez que vi a algunas personas ambos entendiésemos que no correspondía una mano, sino un abrazo.

Bastarían estas tres o cuatro cosas para que las redes fueran verdaderamente sociales. Una última práctica, que parece intrascendente, y en realidad es poderosa: no perder ocasión de decirle a quien nos crucemos allí algo que sea a la vez cierto y bello.

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