Cinco años después, aquí estamos. Han pasado cinco años desde que España fuera confinada en la mentira, desde que el Gobierno decretó que la realidad —y la normalidad— era lo que ellos dijeran que era. Cinco años ya. De las mascarillas, de restricciones arbitrarias, de pasaportes covid que dividieron a la sociedad entre ciudadanos de primera y de segunda. De excusas y de silencios incómodos. De una gestión que, si no fuera trágica, sería cómica.
Estos días de marzo recordamos aquéllos de 2020, cuando un desconocido entonces Fernando Simón aseguró que el virus «no iba a ser más de dos o tres casos diagnosticados» y se convirtió en la peor pandemia del siglo. Días en los que el Ejecutivo nos aseguró que no había peligro en acudir a las manifestaciones masivas del 8 de marzo. Porque, al parecer, el virus era feminista y no atacaba en las marchas de pancartas moradas, pero sí lo hacía en los bares, en los colegios o en los comercios. ¿Cómo olvidar aquel Comité de Expertos que jamás existió? Todas aquellas olas de contagios cargadas de propaganda. Cinco años desde que millones de ciudadanos aceptaron la mentira con la misma resignación con la que aceptaron cada nueva restricción.
Por supuesto, lo peor no fue la incompetencia, sino la impunidad. Porque aquí nadie dimitió. Nadie respondió por las muertes. Nadie se hizo cargo de los ancianos abandonados en residencias, de los que Pablo Iglesias asumió ser el máximo responsable públicamente, por cierto. Callaron cuando el propio Tribunal Constitucional declaró ilegal el confinamiento. Nadie asumió responsabilidad alguna por las decisiones políticas que condenaron a miles de personas. Al contrario: quienes gestionaron la crisis con un nivel de torpeza récord hoy disfrutan de ascensos y cargos de prestigio. Ahí sigue Pedro Sánchez, todavía en La Moncloa, todavía hablándonos de «resiliencia» y «bulos». ¡De bulos! ¡Él! Salvador Illa, aquel ministro de Sanidad que nos aseguraba que todo estaba bajo control, hoy preside la Generalitat de Cataluña. Y a Fernando Simón, el portavoz de la pandemia, acabamos de verle dando una entrevista relajada en televisión, como si nada hubiera pasado. Media década después, los mismos que mintieron siguen en el poder o, mejor aún, han sido premiados por ello.
Pero si hay algo que ha definido todo este tiempo es la capacidad del Gobierno y otros tantos para cambiar de versión según convenía. Primero, las mascarillas eran inútiles; luego, obligatorias. Primero, las vacunas eran la única salida; después, comprobamos que ni protegían del contagio ni evitaron nuevas olas. Se aprobaron a toda prisa, sin pasar los filtros oportunos, y hoy seguimos descubriendo efectos adversos que en su día se tildaban de conspiraciones. Cinco años después, ya no queda ni rastro de aquel eslogan de que la vacunación era «por el bien común». Ahora, la conversación ha cambiado, pero las preguntas siguen sin respuesta. Y en medio de todo esto, el negocio. Porque, mientras millones de españoles sufrían pérdidas económicas, cierres de negocios y restricciones absurdas, otros hicieron caja. No solo las farmacéuticas, sino también ciertos nombres que hoy protagonizan escándalos de corrupción. La pandemia dejó muertes, dejó ruina, dejó fracturas sociales… y dejó también fortunas bien guardadas en bolsillos de los de siempre. José Luis Ábalos y Koldo podrían ser buenos ejemplos de cómo se aprovechó una crisis sanitaria. Ellos, sí que salieron más fuertes.
Muchos les creyeron. Y la verdad quedó relegada a un rincón, y el espacio de la verdad pasó a estar ocupado por el de la propaganda. Se nos pidió fe ciega en un Gobierno que nos mentía a la cara, se nos exigió obediencia mientras nos imponían normas contradictorias, se nos llamó insolidarios por cuestionar decisiones absurdas. La ciencia dejó de ser ciencia para convertirse en dogma, y quien osara discutirlo era tachado de hereje, conspiranoico, loco, condenado al ostracismo digital y social. Ay, de aquellos monaguillos de esa propaganda, con el miedo con bandera y la obediencia como norma. Voces que desacreditaban la crítica, criminalizaban el escepticismo y cargaban contra la duda.
Hoy, algunos seguimos preguntando. Seguimos exigiendo respuestas. Porque lo que pasó no puede quedar en el olvido, en un cómodo «bueno, hicimos lo que pudimos». Porque hay 120.000 muertos que no pueden hablar, pero cuyo recuerdo nos obliga a seguir señalando a los responsables. No se trata de reescribir la historia, sino de impedir que se repita. Porque la mayor tragedia no es que nos mintieran. La mayor tragedia es que, cinco años después, muchos siguen creyendo la mentira.