El hombre tiene razones que la razón no comprende. Así, o parecidamente, dice el dicho cuando se quiere significar que hay momentos en que el cuerpo nos pide cosas que razonablemente no son posibles. Muchos españoles estamos sufriendo de rabia y de impotencia al ver la prisa que se ha dado la Audiencia Nacional en excarcelar a la multiasesina etarra Inés del Río. ¡Qué rápido funciona en ocasiones la que, habitualmente, suele ser lenta y pesada maquinaria de la Administración de Justicia! Apenas veinticuatro horas después de que unos juristas ajenos al dolor causado por estos indeseables terroristas dictasen su “sentencia de muerte” contra las víctimas y familiares de víctimas del terrorismo, ya tenemos a la primera beneficiada en la calle, pero también los ingleses se han dado mucha prisa en poner en libertad a otro asesino, pidiendo que España explique la aplicabilidad que para él pudiera tener la sentencia que ha eliminado la doctrina Parot. Al final, todo va cuadrando: Zapatero prometió en su nefasta negociación con los asesinos que liquidaría esa interpretación jurisprudencial, y su enviado especial, su emisario, el Sr. López Guerra, se ha encargado de ejecutar bien y fielmente el compromiso del peor presidente de Gobierno que ha tenido España en mucho tiempo. Dicho lo anterior y dejando constancia de que mi corazón y mis vísceras me piden que los asesinos cumplieran su condena apurando ese cáliz hasta sus últimas heces, sin embargo, si echo mano de mi modesto cerebro de jurista, tengo que inclinarme ante lo que a mí me parece más ajustado al Derecho a aplicar. Si algo tiene declarado nuestra jurisprudencia penal y constitucional es que los jueces, a la hora de aplicar el Derecho punitivo, no pueden crear normas.
La frontera entre la interpretación del Derecho y la creación, aunque sea indirecta, de normas, es a veces enormemente tenue y difusa. En la doctrina Parot nos encontramos con que en un momento determinado y cuando ya ni siquiera estaba vigente el Código Penal de 1973, unos magistrados hacen esa interpretación penológica y llevan la norma de cumplimiento no a sus últimas consecuencias sino a unas consecuencias que aquella norma de cumplimiento no preveía. ¿Estaban, pues, sus Señorías creando Derecho Penal? Pienso, sinceramente, que sí. ¿Nos gustaba que así fuera? A la inmensa mayoría sí nos gustaba. ¿Se representaba el sacrosanto principio de legalidad penal? Creo, francamente, que no. Sé que este asunto no es de pacífica interpretación ni siquiera en la Doctrina, pero la suerte está echada y veremos una sucesión de excarcelaciones que nos van a doler en el alma. En la pugna entre corazón y cerebro, si de Derecho Penal se trata, en un Estado de derecho tiene que prevalecer siempre el cerebro.