Temo que llegue el momento de echar unas líneas sobre el denominado «Año Franco», lo confieso. No sólo por lo salchichero de la cuestión, poco más que los burdos lugares comunes y las medias verdades de siempre (todo a mayor gloria del Gobierno), sino también porque en mi caso y en el de otros, Lalachus o el Caudillo, lo queramos o no, la reductio ad culturae bellator es inevitable.
Sigue existiendo una limosnería mediática que se dedica a expedir la bula non culturae bellator —o la non extremus— donde la condena de ciertas luchas o actitudes, en el fondo, no reside tanto en la denuncia honesta de lo que tienen de distractoras o venenosas, sino en su carácter movilizador. Carácter que no interesa porque acaba con la pachorra de una derecha jurásica convencida de que sólo el progreso económico basta para anular los valores que pretende imponer cierta izquierda a la sociedad. Es llamativo porque la idea está muy en línea con lo que pensaba un «dictador cruel» —«sanguinario» también vale— que generó un sufrimiento «incuantificable» a millones de personas. Para traer la paz social, a él si le funcionó la creación de la clase media española que hoy está en franco —con perdón— retroceso. Pero no pasa nada porque yo, como mujer, ya puedo abrir catorce cuentas bancarias sin la autorización de nadie. Aunque, llámenme loca, quizá la clave resida en que se creen las condiciones macroeconómicas necesarias para que haya algo en ellas.
Dicho esto, «polarización», «batalla cultural» o el novísimo «derecha woke» son hoy términos cuya finalidad es casi más policial que explicativa. Por supuesto, describen una realidad, pero sólo para aquellos que se sienten sobrepasados por ella. Y lo fundamental es que tales conceptos tienen un objetivo desmotivador, paralizante, para los que eligen no comulgar con ruedas de molino.
El truco ya se lo han aprendido algunos que orbitan alrededor del PSOE y fascinan a ciertas instituciones católicas. Porque hoy lo que más se busca es el matiz; el correr detrás de los grises (no delante) que es donde se pilla cacho. Y así, nos cuentan lo mucho que nos quita la «absurda» batalla cultural —lo de siempre— sazonando la reflexión con el perejil de las dos Españas machadianas o cualquier condimento chavesnogaliano o goyesco (los garrotazos). Todo ello, por supuesto, cocinado bajo la advocación de san Adolfo Suárez o Santiago Carrillo (nuestros mejores).
Sin embargo, lo problemático empieza cuando dichos satélites del PSOE, hipnotizadores de pelazos y sudaderas XXL, empiezan a desarrollar y sueltan que, con respecto de Franco, el problema lo tiene sólo esa España que puede dejarse llevar por «el fanatismo de una extrema derecha que no condena el franquismo (…) o reza el rosario por la artificial polémica de la estampita de la vaquilla del Grand Prix».
No está mal para un «no batallador cultural» que luego sube la apuesta con la brillante idea de promover un pacto de Estado donde, «desde el respeto a los valores democráticos y a los principales partidos políticos» (turra de teleoperador setentayochista), se imponga una interpretación del franquismo. Un Franco por consenso. Pretender que la Historia sea impuesta por los políticos huele a tic dictatorial, y no precisamente cool.
No están conformes con que los chavales empiecen a hacerse preguntas, intuyen que pierden el «relato» y pretenden recurrir al antidemocrático consenso para explicar nuestra historia reciente.
Y no es de extrañar que el relato haga aguas. Una de las grandes conquistas, nos dicen, es que ahora podemos amar a quien queramos. Lo malo es que te toca amarlo en el coliving, entre los yogures con etiqueta de propiedad y el turno para el cuarto de baño.