La última revolución armada que tuvo Costa Rica fue en 1948, cuando José Figueres Ferrer dirigió al Ejército de Liberación Nacional en un combate contra el gobierno de Teodoro Picado. Una vez vencedor, el líder socialdemócrata decidió abolir el ejército, convirtiéndose en el padre de la Segunda República costarricense.
El ejército revolucionario de “Don Pepe” se convertiría en uno de los dos partidos políticos de la era bipartidista de Costa Rica –que tuvo su máximo esplendor entre 1982 y 2002–, tras el experimento socialista de Rodrigo Carazo Odio, quien condujo a Costa Rica a su época de mayor miseria (54% de pobreza), inflación (90%), devaluación (500%) y desempleo (9,4%).
José Figueres Ferrer fue un visionario. Eso es innegable. Si abolió el ejército para evitar que le dieran un golpe de Estado (como el que él mismo asestó) o si lo hizo por convicción democrática, resulta indiferente. Lo importante es el resultado: nos dio tiempo. 66 años, para ser exactos.
En medio de sus crisis internas, Costa Rica ha sido un oasis de paz en una Centroamérica convulsionada por guerras civiles, golpes de Estado y dictaduras militares. Es por ello que los costarricenses han (yo no) decidido asumirse como un país exento de cualquier peligro antidemocrático.
He dicho 66 años, porque un conspicuo miembro del Partido Liberación Nacional –miembro de la Internacional Socialista– se encargó de empujar a Costa Rica hacia el borde del precipicio.
Con su política interna Óscar Arias dejó tambaleante nuestra economía y –lo más grave– supuso una tara para nuestra democracia, que desde su segunda administración (2006-2010) es vista por los costarricenses con creciente desencanto.
Con su Plan Escudo del 2009 Arias generó la crisis fiscal que actualmente padece el país y que lo tiene al borde del impago. Quiso enfrentar la crisis económica internacional del 2008 con un ambicioso plan que no podía pagar, y ahora henos aquí.
“En vista de la crisis, este año el sector público reforzará su función empleadora, destinando alrededor del 5% del producto interno bruto a inversión”, presumía Arias en una columna publicada por el periódico La Nación el 30 de enero de 2009. Así comenzó el desplome.
Arias había disfrutado de dos años con superavit fiscal (algo insólito en la Costa Rica moderna), pero el Plan Escudo acabó desplomando los números. De 0,18% de superavit en 2008, pasamos a -3,27% en 2009.
Arias se lava las manos. Recluido en su palacete de Rohrmoser, el expresidente parece ajeno a las penurias que padecen los costarricenses y de la cuáles él es autor intelectual.
Su sucesora, Laura Chinchilla Miranda, intentaría revertir esa crisis con una reforma fiscal que fue bloqueada en la Sala Constitucional. El 2010 –primer año de su mandato– el país cerró con -5,01% de déficit, y para 2014 esa cifra era de -5,61%.
Aunado al fracaso en materia fiscal, Chinchilla tuvo que lidiar con la abierta oposición de Arias a su gestión, después de que ella se negase a dar continuidad incondicional a las políticas del expresidente.
Tras cuatro años y sonados escándalos de corrupción por parte de algunos funcionarios allegados a la presidencia, los costarricenses dijeron “no más”.
En 2014 el partido socialista Frente Amplio –miembro del Foro de Sao Paulo, fundado por Fidel Castro y Lula Da Silva para unir a las izquierdas de América Latina y al que pertenecen agrupaciones como las FARC, el sandinismo, el kirchnerismo y el chavismo– estuvo a punto de ganar las elecciones.
Al final los costarricenses decidieron no decantarse por el extremismo izquierdista y acudir a una opción socialdemócrata que parecía más moderada, pero que prometía un cambio profundo tras el fracaso del modelo bipartidista.
El Partido Acción Ciudadana (PAC) no solo fracasó como alternativa, sino que después de siete años en el poder ha profundizado todos los males que nos aquejaban en 2014.
2020 cerrará con el déficit fiscal más grande de los últimos 40 años, proyectado en -9,3%. Esta cifra supera con creces el déficit fiscal que teníamos cuando Rodrigo Carazo hundió nuestra economía en 1980 (-7%).
El gobierno intenta excusar su incapacidad en la pandemia, pero los seis años previos de gestión del PAC son la prueba de que el rumbo del país estaba perdido desde 2014.
2020 cerrará con un 26,2% de los costarricenses en pobreza de ingresos (la más alta en 28 años) y un desempleo del 21,9%.
Si bien en el desempleo el impacto de la pandemia es incuestionable, el PAC ya había alcanzado cifras récord sin la ayuda del virus.
Laura Chinchilla entregó el país con un 9,6% de desempleo, para el final del gobierno de Luis Guillermo Solís esa cifra había ascendido a 10,3%, y en dos años (previo al covid) Carlos Alvarado la había colocado en 12,4%.
A todo esto debemos agregar el descontento social –justificado– que hace a muchos pensar que la democracia costarricense es un experimento fallido que debe ser reformado –preocupante–. El escenario electoral para 2022 resulta poco esperanzador a quienes amamos la democracia.
En 2014 Costa Rica entró a una nueva dinámica política que considero irreversible: esa en la que el extremismo intenta capitalizar el descontento para hacerse con el poder; reformar (destruir) la constitución y las instituciones; y acabar con el país que hemos tenido hasta hoy, convenciendo a sus adeptos de que no podríamos estar peor que en el escenario actual (la misma historia de Venezuela en 1998).
Esta dinámica requiere de los demócratas convencidos una lucha por evitar que se socave la institucionalidad del país. Una lucha que va más allá de una tendencia ideológica y cuya única bandera es la democracia.
No obstante, los grandes partidos políticos del país (PLN y PUSC) en lugar de aprovechar estos ocho años para reformarse y ofrecer nuevos rostros y propuestas al país, han preferido instalarse en sus vetustas estructuras que gozan del rechazo –merecido y justificado– de los costarricenses.
¿Entonces qué queda cuando el centro-democrático decide convertirse en un modelo contaminado e inviable? Nada bueno.
Hasta hace unos meses, cuando preguntaba a notables líderes políticos de este país si veían la posibilidad de que llegara un izquierdista al poder, todos me decían que consideraban más peligrosa a la derecha neopentecostal, el fenómeno político-religioso que cobró una fuerza insospechada en 2018.
No obstante, en agosto de 2020 nació el Movimiento Rescate Nacional, que se alió al partido socialista Frente Amplio y a los sindicatos para bloquear las carreteras en todo el país.
Entre las propuestas esgrimidas por este grupo radical figura la de –citando a José Miguel Corrales– “un nuevo Pacto de Concordia”.
El Pacto de Concordia es la primera constitución política de Costa Rica, por lo que se asume que el proyecto político de Rescate Nacional pasa por la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente (misma receta chavista del 1998).
Si el descontento hacia la administración del PAC se justificaba en sí mismo, el gobierno de Carlos Alvarado dio a los izquierdistas la excusa perfecta para abanderar un discurso incendiario.
Alvarado propuso como método de pago al Fondo Monetario Internacional un paquete económico que se repartía entre un 80% de nuevos impuestos y un 20% de recorte al gasto público. Inaceptable.
El país ardió y los chavistas se alzaron exigiendo al gobierno que desistiera de acudir al Fondo Monetario Internacional –pese a que nuestra economía pide a gritos dicho crédito–.
Ya pasaron los meses del “boom” de Rescate Nacional, y con la hospitalización de su líder, Célimo Guido, por covid-19, la agrupación parece estar replegada en espera de nuevas órdenes.
Guido ya anunció que “el mes patrio dejará de ser septiembre y será enero. Aquí es donde le vamos a poner riendas a los filibusteros vende patrias de este país”, adelantando así que su movimiento se intensificará durante el año electoral.
Reflexiones personales
Pocas veces he experimentado una Costa Rica tan dividida como la de 2018, y para ser honesto, no me siento preparado para enfrentar otro escenario ni remotamente parecido. Sin embargo, soy consciente de que lo que viene podría ser todavía peor.
El descontento está justificado. Los partidos del centro-democrático le han fallado al país. No hay forma de defenderlos más allá del argumento –que a muchos suena casi romántico– de que no podemos perder nuestra institucionalidad.
En una Costa Rica que parece cansada de la democracia considero indispensable que como ciudadanos entendamos el precio que se paga cuando se le entrega la institucionalidad a una banda de delincuentes, cuyo único mandato es no dejar piedra sobre piedra.
Pocos quieren escuchar. Una parte de la ciudadanía se ha convencido de que el cenutrio que tenemos actualmente en la presidencia es un dictador. No, señores. Es simplemente un incapaz.
El problema actual se puede dirimir en las urnas. Carlos Alvarado se va en año y medio. El problema lo tendremos cuando llegue alguien que no quiera irse.
Como periodista considero que parte de nuestra misión recae en la defensa de los valores democráticos.
“¿Y por qué defender una constitución que nos ha conducido al momento actual?”, podrían preguntarse algunos.
Simple. No hemos tocado fondo. Ni siquiera estamos cerca del fondo. Si acaso estamos al borde de un precipicio.
Costa Rica se encuentra en el mismo estado que Venezuela antes de la llegada de Chávez al poder. Una ciudadanía furiosa, indignada ante la corrupción rampante y los índices de pobreza y desempleo estridentes.
Ese descontento fue utilizado por el dictador para conquistar a los desprevenidos y proponer la refundación del país.
Como periodista que ha cubierto la dictadura venezolana y como ser humano que ha visto la crisis humanitaria que generaron –mucho antes de que mediara cualquier tipo de sanción a los funcionarios del régimen–, me preocupa que Costa Rica haya cerrado sus oídos a quienes nos dicen desde afuera que podemos caer en el mismo abismo.
No tenemos ejército, es verdad. Pero eso no impide que un dictador imponga su voluntad, pues –como hemos visto en Venezuela y Nicaragua– con las nuevas dinámicas criminales, una alianza Estado–narcotráfico es capaz de proporcionarle al gobernante una estructura de amedrentamiento lo suficientemente sólida como para garantizar el control social y su permanencia en el poder.
Sin embargo, en Costa Rica no queremos aprender por la experiencia de otros. Ese orgullo tan característico del costarricense es el que nos pone en peligro de autodestrucción.