Así lo contó Santa Teresa:
Pues ya andaba mi alma cansada y–aunque quería–no la dejaban descansar las ruines costumbres que tenía. Acaecióme que, entrando un día en un oratorio, vi una imagen que habían traído allí a guardar, que se había buscado para cierta fiesta que se hacía en casa. Era de Cristo muy llagado, y tan devota, que, en mirándola, toda me turbó de verle tal, porque representaba bien lo que pasó por nosotros. Fue tanto lo que sentí de lo mal que había agradecido aquellas llagas que el corazón me parece se me partía, y arrojéme cabe Él con grandísimo derramamiento de lágrimas.
Una imagen de Cristo la conmovió, fue romper en lágrimas y cambiar.
Recomendaba la santa pensar en Cristo hombre, en la Sacratísima Humanidad de Cristo. No solo en el amor y la total majestad de Dios, a veces difícil; también partir del Cristo humano, de pensar en Él y en su vida aquí.
Cuando pensamos en la humanidad de Cristo, ¿no vemos su rostro?
El rostro de Cristo tiene en nosotros un efecto difícil de explicar. Si el niño Jesús es la ternura infantil máxima, de adultos la Santa Faz nos conmueve e impresiona.
Santa Teresa lo expresa en otro lugar:
De ver a Cristo me quedó impresa su grandísima hermosura, y la tengo hoy día
No es solo su hermosa expresión inefable; también saber que fue bueno con nosotros; que sufrió y nos quiso. Es esa nota de cercanía necesaria, pues somos así de pequeños y egoístas.
Una gran ganancia saca el alma de esta merced del Señor, que es cuando piensa en Él, o en su vida y Pasión, acordarse de su mansísimo y hermoso rostro, que es grandísimo consuelo, como acá nos le daría mayor haber visto a una persona que nos hace mucho bien, que si nunca la hubiésemos conocido.
Están la Cruz o el Corazón y también el rostro. El semblante de Cristo ayuda a que un sentir torpe y embotado despierte. Es vía de conexión, diríamos ahora. Su rostro nos dice las cosas más hondas y a la vez nos ablanda y endereza; calma el pensamiento, anega el alma con cosas buenas, con sentires dulces.
Tenemos a Cristo en las iglesias, en nuestro arte y también en nuestra memoria, como un conocimiento natural, un recuerdo que nunca se forma del todo, que es siempre aparición.
La Pasión puede ayudar a sentirlo cerca. Santa Teresa le rezaba en el Huerto, o en su martirio, en algún instante en que lo imaginara solo. Y así, pensando en Él, en sus soledades, dolores y aflicciones, el alma de ella entraba en elevaciones y deleites que no podemos imaginar. Su alma, trabajada mina inmensa en nuestra lengua.
Tenemos a Cristo. Esto es una cosa asombrosa. Es que basta pensar en ese rostro y del pensamiento volvemos transformados. Nada se mira igual después.
Tenemos a Cristo. Somos de Jesús. Si no hubiera nada más, si hubiera que escoger una sola cosa, escogeríamos su rostro. Poco más necesitamos.
Santa Teresa rompió a llorar de jubilosa pena al darse cuenta de su ingratitud; llanto de tiempo perdido, de amor no correspondido.