En un mundo en constante agitación, a través de la confusión de los acontecimientos de improviso un fogonazo de la actualidad ilumina un vasto espacio de significado. Para cuando aparezca publicado este artículo, es probable que las palabras del presidente de la FIFA justo antes de la inauguración del Mundial de fútbol de Catar hayan asumido esa condición nebulosa propia de lo que, tras provocar un remolino de polémica, queda pronto relegado al ámbito de lo que parece que nunca aconteció. Conviene entonces reproducir la parte de su discurso que desató la controversia: «Las críticas al Mundial son hipócritas –sentenció Infantino–. Por lo que los europeos hemos hecho durante los últimos tres mil años, deberíamos pedir perdón los próximos tres mil antes de dar lecciones de moral a otros».
Tan breve invectiva merece ser abordada por partes, dado que su contenido sirve para determinar el carácter moral de toda una clase dirigente. Infantino se permitió condenar los últimos tres milenios de nuestro pasado desde el privilegiado enclave que ocupa en el corazón de la misma civilización de la que abomina. Desde esa atalaya, a la que se ha encaramado en razón de unos méritos que al común de los mortales nos resultan enigmáticos, se arrogó además la potestad de seleccionar el objeto de nuestro desprecio. Lo hizo, como resulta obvio, con el único fin de dejar en buen lugar a la satrapía que le había sufragado su evento. El envite parecía arriesgado, pero él no se arredró. ¿Por qué? Porque conoce el grado de postración (mitad producto de décadas de ignorancia planificada, mitad resultado del veneno ideológico que se nos inocula a diario) en el que Europa agoniza. Sabe, por tanto, que el clima sociológico es el idóneo para arremeter contra una cultura a la que aquellos que deberían asumir la iniciativa de su defensa se dedican a sepultarla.
Infantino, además, nos hizo depositarios del peso de una culpa histórica que, generación tras generación, se habría ido perpetuando hasta hacer de nosotros, los europeos de hoy, cómplices retroactivos de los crímenes que imputa a nuestros antepasados. Este rasgo, de una perversidad notable, no resulta sin embargo privativo del personaje en cuestión. Si por algo se caracteriza la oligarquía dominante de nuestro tiempo es por el afán de excluir del derecho a expresar sus propios juicios a quienes no se declaran fervientes partidarios de sus tesis. Para forzar su inhabilitación, se sirven de diversos medios. El que utilizó Infantino consiste en hacer recaer sobre ellos –sobre nosotros– el estigma de un oprobio ancestral que, como una lepra, condena a los márgenes de la existencia pública a quienes previamente los órganos de la propaganda han identificado como portadores del mal. No hay excesivas diferencias de naturaleza, por lo demás, entre esta forma de discriminación en masa y otras variantes de higienismo político que, rebasando el ámbito de los discursos, se han saldado en la historia reciente con el desencadenamiento de otro tipo de persecuciones.
Reducido a su esencia, el mundo que nos van diseñando nuestras élites es un mundo en el que uno puede hacer lo que le venga en gana, medrar a través de los cauces más oscuros y decretar el silenciamiento de los discrepantes, siempre y cuando se haya pertrechado de la armadura ideológica apropiada que lo sitúe en el bando de los puros. Es un mundo plano y sin matices, que burdamente se nos impone en términos binarios (amor/odio, buenos/malos) y que tras su empalagoso derroche de emotivismo sin recato esconde la sumisión a un orden férreo, de esencia nihilista, que no reconoce otras jerarquías que las que se fundan en el dinero y el poder.
Y es, ante todo, un mundo que desconoce el perdón. Recordemos los tres mil años de penitencia a los que Infantino condenó a los europeos. ¿A todos? No, por supuesto. Únicamente a los que no se pliegan a las directrices del relato dominante y se empeñan en defender que, con sus luces y sus sombras, Europa es la matriz de una civilización extraordinaria. Pero tampoco estos, aun en el caso de que lo pidieran, deberían esperar que se les otorgara perdón alguno. Porque lo que buscan los nuevos amos de la historia es la humillación. El sometimiento a través de la humillación. El placer y la euforia del castigo. La burla sarcástica y constante de toda forma de compasión. El apogeo, en definitiva, de la prepotencia avasalladora del fuerte a la que, en mitad de los tiempos recios que no ha tocado vivir, sólo cabe oponer el temple de una lucidez inconmovible, la ardua obstinación de una conciencia que se resiste a claudicar.