Rebolledo salió de la sala de interrogatorios con la camisa empapada en sudor. Afuera, el subinspector sacudió la cabeza y le preguntó: “¿Y bien?”. Rebolledo se secó la frente con un pañuelo de tela y musitó mirando al suelo “Nada”. El subinspector repitió. “¿Nada?”. Rebolledo añadió: “Nada de nada”. El subinspector chasqueó la lengua. “¿Pero es cura de verdad?”. Rebolledo negó con la cabeza. “No, seguro que no; le he soltado un par de latines y no se ha inmutado. Lo único que he sacado es que es de un pueblo de Valladolid, espere a ver…”. Rebolledo sacó una agendita, se mojó el pulgar con la lengua y pasó un par de hojas. “…sí, de Borricón de Arriba, provincia de Valadolid, o eso dice él”. El comisario ladeó la cabeza: “No me suena. Los de la Brigada están investigando una tarjeta de una pensión de mala muerte llamada El Calvario que encontraron bajo la sotana, a ver si por ahí…”.
Rebolledo se bajó los puños de la camisa mientras el comisario insistía: “¿Y qué hacía este hombre en casa de Luis Bárcenas?”. Rebolledo suspiró: “Dice que cumplía órdenes”. El comisario miró al agente y se mordió el labio: “¿Órdenes de quién?”. Rebolledo puso un gesto de fastidio: “Dice que de alguien llamado Vicente, pero se niega a decir nada más. Para mí que está majara”. El subinspector se rascó la cabeza, pensativo. “¿Y el revólver, de dónde lo sacó?”. El policía puso las palmas de las manos hacia arriba: “Dice que tiene permiso de armas, pero que no me la puede enseñar porque la cartera se la robó un perro”. El subinspector cabeceó: “Sí, vale, está majara. A ver qué le digo yo al comisario”.
El subinspector se llevó la mano al interior de la chaqueta y sacó un teléfono móvil que vibraba sin tregua. “¿Qué te decía? El comisario”. El subinspector rindió los hombros, pulsó el botón verde, se llevó el teléfono a la oreja derecha y se tapó la otra con el índice de la mano izquierda. “Sí, comisario, soy Satorre, sí, eh, sí, no, nada, aquí con… ¿cómo dice? [silencio] ¿Me toma el pelo? [silencio] Claro, comisario, ahora mismo, a la orden”.
El subinspector, blanco nuclear, colgó, se volvió hacia el agente y mirando al teléfono móvil, dijo: “Hay que soltarle ahora mismo, Rebolledo; resulta que el cura es un agente de la T.I.A. disfrazado. Ahora viene su jefe a recogerlo, un tal Filemón Pi”.