Hace algunos días andaba yo de campamento con cientos de adolescentes en la sierra. Con poca cobertura y menos capacidad logística, hace años que nuestro proveedor de fruta es una pequeña familia musulmana. Los tipos son encantadores y la fruta está rica, y en operaciones de este estilo poco importan otros factores. Son buenos fruteros.
En un campamento masculino, que porta el estandarte de la Misa diaria, una familia de musulmanes, en fin, nunca pasa desapercibida. Cuando identificamos su furgoneta gris, como de cosechar trienios por carreteras comarcales, ya sabemos que llega la fruta y algunos tratamos de descargar aquellos kilos, que se cuentan por cientos. Cosas de la limitada capacidad logística de un campamento.
Uno de estos días yo avisé a los chavales de que vendrían a visitarnos unas monjitas, retaguardia orante de todos nuestros éxitos. Aquellas hermanitas, ancianas, querían conocer el paraje, poner rostro a su oración y rezar un rato con nosotros. Lo cierto es que terminaron jugando al futbolín, pero aquélla es otra historia. La mañana de las monjitas todos esperábamos nada más y nada menos que monjitas cuando la furgoneta gris enfiló por la puerta del campamento: sin yo saberlo, era día de la fruta.
La escena fue simpática porque al bajar la familia de musulmanes, ellos engalanados con sus trajes largos y ellas disimuladas bajo las telas de un burka y varios hiyabs, un niño me pidió saludar a las monjitas. «¡Qué monjas más extrañas!», espetó otro de ellos. Al pobre le tuve que explicar que aquellas oscuras siluetas eran las fruteras y no las monjas, que por lo que fuera coincidieron en tiempo y forma en su visita. Cosas de la providencia.
Al confundir a las hermanitas con las musulmanas, ambas tan de negro, ambos cabellos tan cubiertos, otro de los críos más pequeños me preguntó si aquello no era lo mismo. A decir verdad, poco de toda su apariencia nos resultó distinto. Físicamente, unas trajeron plegarias y otras cientos de kilos de plátanos y sandías. Pero «no es lo mismo, no es lo mismo». Fue difícil explicar y aún me lo parece, que nuestras fruteras se cubren evidenciando su falta de libertad mientras que aquellas hermanitas lo hacen precisamente por lo contrario: en reivindicación de una libertad soberanísima.
Su ceja arqueada no me pareció definitiva y mi explicación, como ahora, tampoco resultó brillante, pero la moraleja se entiende: el mundo nos ofrece extremos que a veces rozan la identidad, opuestos que se asemejan en forma, velos y hiyabs que por un momento podrían llegar a confundirse. Pero no. La similitud no puede ser un argumento para el relativismo y por eso yo le expliqué a aquel crío cómo un burka acaba con la dignidad de una mujer mientras que un velo realza lo más profundo de ella: su capacidad para amar cuando todo está en contra. Eso no hay kilos de fruta que lo puedan tapar.