«Ser es defenderse», Ramiro de Maeztu
Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.
Enrique Domínguez Martínez-Campos es Coronel de Infantería DEM (Ret.)Nació en Alcalá de Henares (Madrid) en 1941 e ingresó en la Academia General militar de Zaragoza en 1959. Recibió el Despacho de Teniente de Infantería en 1963. Pertenece a la XVIII Promoción de dicha Academia.En 1971 ascendió a Capitán. En 1979 ingresó como alumno en la Escuela de Estado Mayor (hoy Escuela de Guerra del Ejército). Obtuvo el Diploma en 1982. También es Diplomado de Estado mayor por el Ejército argentino (1987).Destinos en el estado mayor del Ejército, el Estado mayor de la Defensa, en el mando del 2º Tercio de la Legión (Ceuta) y como profesor de Táctica y Logística en la Escuela Superior del Ejército.Experto en Logística, hizo el Curso de Logística de la OTAN en Hamburgo y de Política de la OTAn en Oberammergau. Es Titular de otros cursos en España y el extranjero. Y poseedor de diversas condecoraciones. Fundador de la Asociación Española de Militares Escritores en junio de 2007, actualmente es su Presidente.Ha publicado diferentes libros, entre ellos: ‘España y la Comunidad Económica Europea’, ‘La expedición de Prim a Méjico’, ‘Con Franco y con el Rey’, ‘España humillada’ o ‘El PSOE, ¿un problema para España?’.
Enrique Domínguez Martínez-Campos es Coronel de Infantería DEM (Ret.)Nació en Alcalá de Henares (Madrid) en 1941 e ingresó en la Academia General militar de Zaragoza en 1959. Recibió el Despacho de Teniente de Infantería en 1963. Pertenece a la XVIII Promoción de dicha Academia.En 1971 ascendió a Capitán. En 1979 ingresó como alumno en la Escuela de Estado Mayor (hoy Escuela de Guerra del Ejército). Obtuvo el Diploma en 1982. También es Diplomado de Estado mayor por el Ejército argentino (1987).Destinos en el estado mayor del Ejército, el Estado mayor de la Defensa, en el mando del 2º Tercio de la Legión (Ceuta) y como profesor de Táctica y Logística en la Escuela Superior del Ejército.Experto en Logística, hizo el Curso de Logística de la OTAN en Hamburgo y de Política de la OTAn en Oberammergau. Es Titular de otros cursos en España y el extranjero. Y poseedor de diversas condecoraciones. Fundador de la Asociación Española de Militares Escritores en junio de 2007, actualmente es su Presidente.Ha publicado diferentes libros, entre ellos: ‘España y la Comunidad Económica Europea’, ‘La expedición de Prim a Méjico’, ‘Con Franco y con el Rey’, ‘España humillada’ o ‘El PSOE, ¿un problema para España?’.

La decadencia de una nación

25 de noviembre de 2014

 

Desde que España firmó la paz de Utrecht en 1713 nuestra decadencia como nación se fue acentuando a lo largo de los siguientes decenios. Culminó con la derrota de Trafalgar y la invasión napoleónica en 1808. Podría ser achacable esa decadencia a los absolutismo regios, en especial al del rey felón Fernando VII. Su herencia política fue un desastre total para España al provocar tres guerras civiles (guerras carlistas) en el siglo XIX y la pérdida de casi toda Hispanoamérica.

El llamado “régimen político de los militares” -la famosa época de los “pronunciamientos”-  se extendió desde 1840 a 1874. Aquel régimen no se produjo como consecuencia de que los militares ansiaran el poder. Fue la debilidad de los políticos españoles y sus enfrentamientos los que invitaban a los llamados “espadones” a ponerse al frente de sus respectivos partidos para defender sus intereses políticos y económicos. Y, gracias a ello, se mantuvo en nuestro país un régimen liberal.

Tras el desastre de aquella Revolución Gloriosa del 68 y de la esquizofrénica I República, llegó la Restauración. El nuevo régimen duró casi 50 años basado en la Constitución de 1876. Se dividió en dos períodos: el primero, hasta el Desastre de 1898; el segundo, hasta 1923. Si en el primero se consiguió terminar con la tercera guerra carlista, con la interminable de Cuba, con dotar a España de unos códigos legales que perduran en nuestros días, con mejorar, lenta pero progresivamente, nuestro desarrollo económico, y con lograr una estabilidad política desconocida hasta entonces, se cometieron, por el contrario, errores garrafales. Los dos políticos esenciales de este primer período, Cánovas y Sagasta, no supieron enfrentarse al problema político que las nuevas fuerzas revolucionarias emergentes (socialismo y anarquismo) iban a promover en nuestro país; ni cortaron de raíz los agresivos nacimientos de los nacionalismos catalán y vasco, premiando a estos últimos con el famoso concierto económico; desde el primer momento enlodaron la política electoral permitiendo y fomentando el famoso “caciquismo”; y lo más grave fue que ambos políticos –sobre todo Cánovas, empeñado en “hacer la guerra con la guerra” desatendiendo las reformas del joven Maura y los consejos de los militares- nos condujeron directamente al Desastre del 98.

El segundo período –de 1898 a 1923- fue la constatación del desprestigio de los políticos españoles acosados, desde luego, por las fuerzas antisistema y revolucionarias antes citadas (socialistas y anarquistas) a las que se sumó el nuevo partido comunista a partir de 1921, y el auge del nacionalismo catalán, vasco y, en parte, gallego. A ello se añadió la sangría insoportable de la guerra en África, con el increíble desastre de Annual. Fue tal el hartazgo, el desconcierto y la inestabilidad política existentes que, a partir de 1923, la burguesía catalana sobre todo exigía de las autoridades militares que se restableciera el orden y la paz en España. Y presionaron al Capitán General de Cataluña, general Primo de Rivera, para que el Ejército se hiciera cargo del poder en nuestro país.

Con Primo de Rivera surgió la primera dictadura militar del siglo XX. Acabó con el terrorismo anarquista, con la sangría de la guerra africana, elevó de forma desconocida hasta entonces el bienestar económico de los españoles –en especial el de las clases más desfavorecidas-, promovió que el PSOE y, en especial, la UGT colaboraran con  su régimen, impulsó las relaciones de España con los países iberoamericanos por medio de la gran exposición de Sevilla, y logró que la paz y el trabajo se impusieran a la inestabilidad política de los años precedentes. Pero su “dictablanda” acabó en 1930 acosada por los artilleros españoles confabulados con políticos de toda condición ansiosos ya por acabar no sólo con su dictadura sino con la Monarquía.

Por eso, como consecuencia de unas elecciones municipales ganadas mayoritariamente por los monárquicos, y por la cobardía y la traición de éstos a la Corona, el 14 de abril de 1931 dos exmonárquicos católicos –Maura y Alcalá Zamora-, acompañados por segundones republicanos y políticos oportunistas, proclamaban la II República. Acogida con esperanza y alegría por la mayor parte del pueblo español enseguida se trocó en una verdadera pesadilla para la mitad de ese pueblo. Fue Azaña, republicano jacobino, engreído, con un complejo de superioridad sobre cualquier otro ser humano digno de ser estudiado por sicólogos y siquiatras, quien asumió como propia aquella República que no podía ser gobernada más que por los políticos que él considerara adecuados.

Su confeso deseo de poner en marcha un “vasto programa de demolición” para acabar con las tradiciones y la Historia de nuestro país fue ampliamente superado por su izquierda por las fuerzas revolucionarias y antisistema de la época (socialistas, comunistas y anarquistas). Y aquella República, acogida en paz y con esperanza por millones de españoles, dominada totalmente por las izquierdas que pretendieron acabar con ella en 1934, terminó en el gran pacto promovido desde Moscú por Stalin el 16 de febrero de 1936: el Frente Popular. Ahí acabó la legitimidad republicana del 14 de ab ril y su legalidad. ¿Quiénes lo lograron? Todos los políticos españoles. Unos, por su  ideología izquierdista, totalitaria y fanatizada. Otros, por su cobardía, por sus divisiones internas y el deseo de primogenitura en el liderazgo del centro-derecha.

Tras el asesinato de Calvo Sotelo el 13 de julio de 1936 se produjo el alzamiento militar y civil frente al caos revolucionario izquierdista. La guerra civil fue el mayor desastre español de todos los tiempos. Después de tres años sangrientos la legitimidad del nuevo régimen militar de Franco era incuestionable. Tras casi 40 años de gobernar España el país quedó transformado por completo, en especial en el plano económico, social y cultural. De cero España pasó a ser la novena potencia industrial del mundo. En 1975 (a la muerte de Franco) nuestro país quedaba a un 82% de la media económica de los países pertenecientes a la Comunidad Económica Europea. De país atrasado y agrícola España se había convertido en un país desarrollado, industrial y de servicios, con sólo un 23% de la población dedicada al sector primario. Nuestro crecimiento económico en la década de los años 60 fue, detrás de Japón, del 7,9% de madia anual, cifra nunca antes conocida y, mucho menos, después.

Por todo ello, España se transformó radicalmente. Pasó a ser un país políticamente estable debido a la enorme amplitud de sus clases medias y al bienestar económico y social del que disfrutaban. En 1966 fue establecido el régimen general de la Seguridad Social para cubrir enfermedades y jubilación de los trabajadores. Ese régimen social cubrió hasta el 92% de los españoles afiliados a la Seguridad Social, es decir, los que trabajaban. Años después el PSOE de F. González lo amplió hasta el 100% mediante las llamadas “pensiones no contributivas”. Pero el verdadero esfuerzo de la Seguridad Social se realizó durante el franquismo: un 92% frente a un 8%. Poco después, el “terrorífico franquismo” puso en práctica la gratuidad de la enseñanza desde los 6 a los 14 años. Con estas medidas, en España comenzaba a instalarse el llamado “Estado de bienestar”, aspiración de todos los españoles que envidiaban los instalados en los países del centro y norte de la Europa occidental.

De modo que, cuando llegó la famosa Transición, España se encontraba en condiciones magníficas para continuar progresando. Sin embargo, desde el punto de vista económico retrocedió. A partir de aquí serían los partidos políticos, de nuevo, los protagonistas de nuestra Historia. Confeccionaron entre todos ellos una Constitución “cartilaginosa” por ser, en exceso, interpretable y con un Título VIII de consecuencias imprevisibles. Pero, eso sí, crearon 17 miniestados, infinidad de instituciones y organismos y dos ciudades autónomas para, especialmente, asegurarse puestos de trabajo para ellos, para sus partidarios, para sus amigos e, incluso, para sus familias. Por tanto, la corrupción estaba más que servida.

Así fue. A partir de las elecciones municipales de abril de 1979, la conjunción socialcomunista copó los principales Ayuntamientos de España. Y comenzó la corrupción general a través de las empresas de recogida de basuras. Después, con la llegada del PSOE al poder en 1982, se expropió RUMASA sin contraprestación económica alguna. Su reprivatización fue un verdadero escándalo. Y los siguientes casos de corrupción socialista se sucedieron sin parar. A todo ello se sumó el terrorismo de Estado contra la banda ETA, la politización de la Justicia, la degradación constate de la enseñanza debido a las leyes socialistas, la burla y el ataque a la institución familiar (ley del aborto, por ejemplo), el ensalzamiento de las minorías antes marginales: maricones y lesbianas, drogadictos, prostitutas…, y la asunción de los “valores” de movimientos contestatarios tales como el feminismo, el pacifismo, el ecologismo… En definitiva, “a España no la iba a reconocer ni la madre que la parió”.

Antes de ingresar en la Comunidad Económica Europea en 1986 el felipismo socialista tuvo que desmantelar la práctica totalidad de nuestra industria y recortar nuestra producción agrícola, ganadera y pesquera, por imposición, sobre todo, de Francia y Alemania. El precio que pagamos, por tanto, fue altísimo. Pero comenzó a llegar el “maná” económico desde Europa: 9 billones de las antiguas pesetas de los Fondos europeos. ¿A dónde fue a parar ese fabuloso tesoro? Dicen los entendidos que la mayoría se empleó en infraestructuras. Pero parte de los mismos engrosaron las carteras de cientos de individuos desaprensivos. La corrupción seguía avanzando.

¿Cuál fue la reacción de un pueblo como el español ante tal degradación de valores esenciales éticos, morales y espirituales? Desde la década de los años 60 su pulso comenzó a ralentizarse. Las nuevas corrientes predominantes en el mundo occidental también llegaron a España: el movimiento “hippy” y, con él, la revolución sexual y el consumo masivo de drogas, la convergencia entre cristianos y marxistas, las pautas “modernizadoras” del Concilio Vaticano II, los coletazos del mayo francés del 68 apuntando a la familia como la máxima responsable de la represión política, sexual, económica y cultural… Y toda esta revolución pacífica fue envenenando el cuerpo social de nuestro país. Llegada la democracia sus máximos y más entusiastas voceros nos dijeron que esta era la hora de la modernidad, de rechazar la hipocresía de nuestras más arraigadas tradiciones, de que había que dar libertad a nuestros instintos –fueran los que fueran- después de más de 2.000 años de esclavitud…

Por tanto, ante tal crisis de valores y religiosa, el pueblo español adoptó una absoluta apatía, insensibilidad y pasotismo frente a hechos absurdos que se aceptaban como normales y que nadie se atrevía a contradecir. Sobre todo cuando se narcotizaba preferentemente a la juventud con lo de “ponerse al loro”, con la enseñanza de la utilización de todo tipo de métodos anticonceptivos y con la aceptación natural del libertinaje frente a la utilización responsable de la libertad. Fue ésta –todo lo anteriormente descrito- la fórmula perfecta para tener entretenido al personal mientras los políticos utilizaban, en general, sus influencias y sus cargos para legislar y actuar en función de los intereses del partido y no de los del pueblo al que, supuestamente, debían servir.

Fue tal su éxito –a pesar de los continuos escándalos de corrupción del felipismo- que éste mantuvo el poder hasta 1996 y sólo lo perdió por 300.000 votos a pesar, también, de que el paro en nuestro país había llegado al 23% y España no cumplía ni uno solo de los requisitos exigidos en Mastrique para entrar en el club de la moneda única europea.

Cuando el PP de Aznar asumió el poder sin mayoría absoluta sus cesiones al nacionalseparatismo de Cataluña fueron excesivas –en especial las transferencias sobre educación-; y todo ello para poder gobernar con el permiso, también, del nacionalseparatismo vasco. No obstante, fue acertada su política antiterrorista cercando a ETA hasta casi vencerla; su política económica para lograr cumplir con todos los requisitos de Mastrique y reducir el paro hasta el 21%; y situar a España, a nivel internacional, en un plano desconocido hasta entonces. Pareció como si estos éxitos de su primera legislatura obnubilaran su vista hasta terminar su segunda legislatura con un estruendoso fracaso tras el terrible atentado del 11 M en Madrid. Mientras que el principal partido de la oposición –el PSOE- aprovechaba la ocasión para, de la forma más rastrera imaginable, beneficiarse de la sangre de 92 inocentes para hacerse de nuevo con el poder.

El ejemplo que en aquella ocasión dio el pueblo español al mundo fue no sólo vergonzoso. Fue el de una nación desvertebrada políticamente y cobarde hasta extremos inauditos. Era evidente. A España se le había dado “la vuelta como a un calcetín”. España se había convertido en otra cosa. Nuestra nación había perdido, definitivamente, sus señas de identidad: unidad, hidalguía, valor, acometividad, honradez y caballerosidad. Su declive y decadencia saltaban a la vista. ¡Qué diferencia de actitudes de políticos y pueblo del 11 M español al 11 S norteamericano!

Luego, llegaron los más funestos años de toda esta democracia a la española en que vivimos. Aquellos siete terribles años de poder del PSOE del señor Rodríguez comenzaron derogando leyes legalmente aprobadas; manteniendo acuerdos secretos con la banda terrorista ETA para, a cambio de no matar, cederles poder político; a través de una ingeniería política devastadora aprobar leyes como la aberrante del aborto como “derecho de la mujer”, o la del divorcio exprés, o la del “matrimonio” entre homosexuales… Su despreciable Ley de la Memoria Histórica lo que logró, principalmente, fue reavivar las basas ya apagadas del enfrentamiento entre españoles y seleccionar qué muertos debían ser desenterrados y cuáles no. Prometió a Cataluña lo que no podía hacer como presidente de un gobierno de España; y, con ello, alentó y promovió el movimiento nacionalseparatista catalán en virtud de su ignorancia y su estulticia. Acabó en 2008 no reconociendo la más grave crisis económica mundial de todos los tiempos y adoptó medidas que hundieron aún más nuestra economía.

Mientras, los casos de corrupción arreciaban. Y se hicieron transversales porque ya, a estas alturas, afectaban a la casi totalidad de las formaciones políticas, sociales y empresariales. Un auténtico desmadre digno de un país tercermundista, sin valores, carcomido por la codicia de miles de individuos cuyo único objetivo era hacerse millonarios a costa de la pobreza y los sufrimientos del prójimo. Un fracaso total de un régimen, dirigido en exclusiva por políticos españoles que, como en los siglos XIX y XX, ha llevado a España, una vez más, al borde del precipicio para que algunos de ellos estén dispuestos s empujar a nuestro país por él hasta que se estrelle y se desintegre.

Como pretende hacer el nacionalseparatismo catalán con la inestimable colaboración de un gobierno como el del señor Rajoy, cobarde, débil, pusilánime, que ha asumido casi todas las políticas del gobierno anterior y que ha fiado su posible éxito en exclusiva en la recuperación económica española, que no llega a quienes con más gravedad la necesitan; los más de cinco millones de parados que hay en España y otro millones de españoles asfixiados por los impuestos para mantener un Estado políticamente ingobernable y económicamente insostenible.

Hemos llegado a esta situación de decadencia política, económica, social y cultural gracias, en exclusiva, a la partitocracia española, siempre más pendiente de sus intereses de partido que de los generales del país. Seguiremos sin contar con verdaderos estadistas que gobiernen con la vista puesta en 40 o 50 años adelante y no a corto plazo, como lo han hecho todos hasta ahora.

 

¿Qué predomina hoy en España? El desconcierto, el hartazgo, la incertidumbre y los egoísmos de todos. Y, sobre todo, una desmoralización general, consecuencia directa de los abusos de una clase supuestamente dirigente pero indigna de gobernar una nación como España. Si esto no es decadencia de un país que teme partirse, balcanizarse y destruirse a sí mismo, ¿cuál es el nombre adecuado para definir esta tremenda situación a finales de 2014?

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