Quizá sea cosa mía, pero tengo la sensación de que las élites norteamericanas y el Estado profundo se han reconciliado con la idea de una victoria de Trump.
El golpe palaciego en el que se quitaron de encima a Biden, que, aunque senil, había ganado las primarias demócratas y repetido hasta dos días antes su empeño en enfrentarse a Trump, y presentaron como candidata a ese chatbot conocido como Kamala Harris, ya fue un acto de desesperación a dos dedos de la renuncia.
Harris es una designación de cuota. Biden ni siquiera disimuló en su día al elegirla como compañera de fórmula: se había propuesto, dijo públicamente, seleccionar a una candidata que fuera mujer y de color. Y Kamala es mujer y de color. Y ahí terminan todos sus méritos.
Harris es fake news. Nada en ella es auténtico, ni sus propuestas ni su biografía ni sus méritos políticos. Tiene todo el carisma de un trapo mojado, cae mal a todo el mundo dentro del partido y cada vez que le abre la boca en una entrevista sube el pan.
No es que importe demasiado, entiéndanme. Como la anterior, esta campaña presidencial tiene un solo protagonista: Trump. La gente va a votar por Trump o contra Trump. Nadie va a votar por Kamala porque quiera a Kamala, sino para que no salga Trump, ese peligroso fascista, que solo espera pisar la Casa Blanca para proclamar el Primer Reich Americano. Olvidando convenientemente, por supuesto, que ya ha pasado cuatro años en la Presidencia sin que la democracia se haya resentido ni un poco.
No ya Estados Unidos, sino Occidente entero se ha puesto de acuerdo para advertir a gritos que Trump es un «peligro para la democracia», ojalá tener el copyright de esa expresión. «Autoritario» es lo más suave que se le llama, y de ahí para arriba hasta llegar a Hitler. Lo que no deja de ser gracioso porque Trump, lejos de pecar de maneras dictatoriales, merece más bien el reproche contrario; no solo no ha logrado imponer su voluntad al sistema, sino que durante cuatro años se dejó mangonear a placer por ese gobierno permanente que es la burocracia federal, colocándole en su gabinete un sinfín de personajes que le aborrecían, a él y a sus políticas, basura neocon como Mike Pompeo o John Bolton. Como dictador ha resultado bastante decepcionante.
Pero se ha recurrido a tantos expedientes desesperados para que no mande Trump —desde la «trama rusa» a los procesos de impeachment; desde las tropecientas causas penal a cual más frívola a dos intentos de asesinato— que parece extraña esta resignación que puede olerse en las declaraciones y en las tribunas de opinión de los medios del sistema.
Una posible razón quizá sea que esperan algo parecido a una guerra civil cuando se certifique su victoria, que en Estados Unidos hay más armas de fuego que habitantes y los ánimos están exasperados. No es imposible, pero yo no apostaría por ello. Oh, sin duda veremos un ejército de Karens berreando por las calles, y no es imposible que Black Lives Matter y Antifa ponga a funcionar el dinero que generosamente ha hecho llover sobre ellos George Soros & Co. y salgan a romper cosas y quemar banderas. No creo que pasen de ahí.
Hay cansancio de todo lo woke, de esas indignaciones de mentirijillas por la muerte bajo custodia policial del último delincuente con el color de piel adecuado. Hasta Blacrock se ha aburrido de los criterios DEI (Diversity, Equity, Inclusion) que impuso en su día a las empresas, e incluso el ejército, ese público cautivo, está viendo que las guerras no se ganan con comandos trans ni castigando la gordofobia.
Es más probable que opten por el método probado y seguro: maniatar a Trump. Tienen la prensa, tienen Wall Street, tienen Hollywood, tienen los tribunales. Platón advertía en La República de que uno de los rasgos típicos de una democracia en descomposición es que cada facción acusa a la otra de ser una amenaza para la democracia e intenta utilizar el sistema legal para ponerla bajo su control: «[Los ciudadanos] son entonces acusados por sus rivales de conspirar contra el pueblo y de ser reaccionarios y oligarcas, aunque de hecho pueden no tener intenciones revolucionarias… A esto le siguen acusaciones y juicios en los que las dos partes se llevan mutuamente a los tribunales».