El sufrimiento molesta, siempre y cuando no sea el nuestro, en cuyo caso lo consideramos el centro del universo. Lo que incomoda es el sufrimiento ajeno. Por eso, procuramos evitar al que padece y, cuando ya la cosa no tiene remedio porque te das de bruces con él, una de nuestras especialidades es juzgar. Hay muchas frases odiosas que me vienen a la cabeza y que todos hemos usado alguna vez. La más molesta quizá sea la de: “esto ya lo sabía yo” o “ya te lo dije”; dicha la frase, por supuesto, con cara de satisfacción y autocomplacencia. Éste es el tipo consolador agorero -abstenerse graciosos-. Señor o señora agorero o agorera, de verdad, valore muy seriamente la posibilidad de recordar en situación más dichosa sus capacidades proféticas. El mundo se lo agradecerá. Cuando sea el momento se encargará una placa que diga: “Pepita sabía lo que iba a pasar, lo dijo y pasó. Honor y gloria a Pepita”.
También está el consolador explicativo -no me hagan insistir cada vez que escriba consolador, gracias-. Dícese de la persona que cuando te has dado la bofetada de tu vida y estás tirado como una colilla mal apagada, con el corazón roto, la dignidad perdida o, por ejemplo, en pleno estado de shock anafiláctico, se pone a explicarte por qué te sucede lo que te sucede. El explicativo da por supuesto que eres medio idiota, que no tienes ni idea de por dónde te viene el aire o que incluso estás muy interesado en ahondar en ese preciso instante en la causa de tu mal. Señor o señora explicativa, le sugiero humildemente que proporcione oxígeno al paciente del shock anafiláctico, ponga bálsamo en la herida, ayude a reparar el sentimiento de dignidad perdida y ya en mejor ocasión, que sin duda la habrá, le explica el porqué de los padecimientos pasados. Siempre es necesario recordar la importancia del escaso don de la oportunidad.
¿Por qué tenemos esa necesidad compulsiva de hablar sin parar y dar soluciones que no se nos han pedido ante alguien que sufre?
Si bien es cierto que el consolador explicativo saca de quicio, a mí el que más me toca las narices es el supuesto consolador solucionador. Nos ponemos en la misma situación: tenemos al paciente hecho cisco, agotado, cansado, confundido y llega el típico Tolosa -tó lo sabe-. Se reconoce fácil porque comienza sus frases con un inconfundible: “tú lo que tienes que hacer es blablablabla”. Mientras el tipo habla y habla, lo más usual es que el paciente se desangre emocionalmente sin remedio y no le dé tiempo a poner en práctica los mágicos y sapientísimos consejos que el señor solucionador le ha dado y que nadie le ha pedido.
En la práctica, todos somos una mezcla de los tres tipos. Todos sabemos de todo, todos tenemos familia o amigos de amigos que han pasado por lo mismo, y eso nos da autoridad suficiente sobre la materia para meternos en la vida del prójimo porque, por supuesto, toooooooooooodos los casos son idénticos y se arreglan de la misma forma. Damos por sentado que el que sufre no tiene ni pajolera idea de qué le pasa, por qué le pasa ni cómo solucionarlo. Para eso estamos nosotros.
Me viene a la cabeza lo que me decía mi padre cuando me ponía muy pesada: “Carmen, practica el silencio”. Vamos, que te calles. ¿Por qué tenemos esa necesidad compulsiva de hablar sin parar y dar soluciones que no se nos han pedido ante alguien que sufre? Hemos olvidado el valor de la compañía callada, del abrazo y de llorar con el que llora. El poder del silencio. El alivio que produce que no te juzguen en momentos de sufrimiento no tiene precio. El descanso de sentirte simplemente querido y acompañado. Nos lo tenemos que hacer mirar, la conversación en muchas ocasiones está sobrevalorada. Callemos, escuchemos, amemos en silencio y, cuando se nos pida, aconsejemos con toda la prudencia del mundo y sólo si es estrictamente necesario, que en la mayoría de los casos hablamos sin saber de qué narices hablamos.