En polĆtica, mĆ”s que en cualquier otro Ć”mbito, sobrevienen cambios inesperados que, con apariencia de verdad, no hacen sino encubrir la imposición de un adoctrinamiento ideológico. Es el caso de la coacción de la doctrina homosexualista y sus derechos exacerbados, cuyas exigencias se han visto una vez mĆ”s refrendadas, por una perversa estatolatrĆa, con la aprobación por unanimidad en la Asamblea de la Comunidad de Madrid de la āley de protección integral contra la discriminación por diversidad sexual y de gĆ©nero de la Comunidad de Madridā.
El pensamiento polĆtico clĆ”sico -griego y romano- asĆ como el de la Edad antigua y medieval estaba presidido por los valores Ć©ticos: el fin del Estado era promover la āvida buenaā de los ciudadanos. En la Edad moderna comienza un cambio de paradigma, que considera como finalidad de la polĆtica la adquisición, el manejo y el mantenimiento del poder. Hacia la mitad del siglo XX, debido a la experiencia de los totalitarismos y a la influencia de diversos pensadores y estadistas cristianos, la polĆtica ha vuelto a tomar un cierto cariz mĆ”s humanista, proponiĆ©ndose como objetivo no tanto el poder cuanto las personas y el bien comĆŗn. Este enfoque es el correcto: la vida polĆtica encuentra su origen, su base firme y su finalidad en el desarrollo integral de todas las personas.
Pare ello debe respetar la plena verdad humana, es decir, el orden moral. Como ya ocurriera con las teorĆas del ācontrato socialā, raĆz de los mĆ”s terribles totalitarismos de la historia humana, este orden moral es subvertido en la actualidad por una āideologĆa de gĆ©neroā instalada en grupos poderosamente influyentes, capaces de desestructurar cualquier relación entre Ć©tica y polĆtica con el fin de someter Ć©sta a sus propios dogmas; unos dogmas que, en ningĆŗn caso, el Estado deberĆa auspiciar si quiere asegurar su propia supervivencia como Estado. La autoridad no puede ser entendida como un poder que deriva de criterios ideológicos, ni āla voluntad generalā elevarse a la categorĆa de āreligión civilā que se atribuye el derecho de establecer la āverdadā y de impulsar la āvirtudā, asumiendo un control completo sobre la vida de los ciudadanos desde la imposición legal desde el poder pĆŗblico de determinados comportamientos inmorales.
Cuando la autoridad polĆtica ejerce sus funciones en el Ć”mbito del orden moral, teniendo como fin la edificación del bien comĆŗn (que no se identifica con el bien moral, pero tampoco es ajeno a Ć©l), los ciudadanos estĆ”n obligados en conciencia a obedecer. Pero cuando la autoridad pĆŗblica, rebasando su competencia, oprime a los ciudadanos con leyes dictadas desde la ideologĆa, Ć©stos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien comĆŗn; les es lĆcito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los lĆmites que seƱala una ley natural desde hace siglos inĆŗtilmente sepultada.
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El derecho de resistencia es un derecho natural, que deriva del derecho a la libertad de conciencia y del deber de buscar el bien comĆŗn, que se supone deteriorado por las estructuras existentes. El āimperio gayā asume la inicua voluntad de instruir a los niƱos en los diferentes tipos de familia, realizando una intromisión directa en la manera de educar que sólo pertenece a los padres. Los derechos sin deberes se convierten en algo arbitrario, individualista y egoĆsta. Los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dĆ© un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prĆ”cticamente ilimitada y carente de criterios.
La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes, que son quienes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y Ć©tico en cuya verdad se insertan tambiĆ©n los derechos y asĆ dejan de ser arbitrarios. Lo decĆa Benedicto XVI: āsi los derechos del hombre se fundamentan sólo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia comĆŗn el deber de respetarlos y tratar de conseguirlosā.
El primer y decisivo espacio de la polĆtica es el hombre, el servicio a las personas y a la sociedad civil y, en Ćŗltimo tĆ©rmino, el logro del bien comĆŗn, que puede resumirse en la tutela y el desarrollo de los derechos de las personas y de los distintos grupos humanos. Para llevar a cabo este servicio, la actividad polĆtica deberĆ” promover el desarrollo integral de las personas e impulsar una cultura humanista cuyas instituciones sociales y polĆticas favorezcan el bien comĆŗn. Cuando esto no ocurre, y la ideologĆa ocupa sin ambages el lugar que corresponde a una actividad polĆtica degradada por una Cristina Cifuentes āKhaleesiā, el derecho de resistencia ante la imposición homosexualista se hace necesario si no queremos convertirnos en cómplices de sus abyectas idolatrĆas.Ā