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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

El derecho de resistencia ante la imposición homosexualista

14 de julio de 2016

En política, más que en cualquier otro ámbito, sobrevienen cambios inesperados que, con apariencia de verdad, no hacen sino encubrir la imposición de un adoctrinamiento ideológico. Es el caso de la coacción de la doctrina homosexualista y sus derechos exacerbados, cuyas exigencias se han visto una vez más refrendadas, por una perversa estatolatría, con la aprobación por unanimidad en la Asamblea de la Comunidad de Madrid de la “ley de protección integral contra la discriminación por diversidad sexual y de género de la Comunidad de Madrid”.

El pensamiento político clásico -griego y romano- así como el de la Edad antigua y medieval estaba presidido por los valores éticos: el fin del Estado era promover la “vida buena” de los ciudadanos. En la Edad moderna comienza un cambio de paradigma, que considera como finalidad de la política la adquisición, el manejo y el mantenimiento del poder. Hacia la mitad del siglo XX, debido a la experiencia de los totalitarismos y a la influencia de diversos pensadores y estadistas cristianos, la política ha vuelto a tomar un cierto cariz más humanista, proponiéndose como objetivo no tanto el poder cuanto las personas y el bien común. Este enfoque es el correcto: la vida política encuentra su origen, su base firme y su finalidad en el desarrollo integral de todas las personas.

Pare ello debe respetar la plena verdad humana, es decir, el orden moral. Como ya ocurriera con las teorías del “contrato social”, raíz de los más terribles totalitarismos de la historia humana, este orden moral es subvertido en la actualidad por una “ideología de género” instalada en grupos poderosamente influyentes, capaces de desestructurar cualquier relación entre ética y política con el fin de someter ésta a sus propios dogmas; unos dogmas que, en ningún caso, el Estado debería auspiciar si quiere asegurar su propia supervivencia como Estado. La autoridad no puede ser entendida como un poder que deriva de criterios ideológicos, ni “la voluntad general” elevarse a la categoría de “religión civil” que se atribuye el derecho de establecer la “verdad” y de impulsar la “virtud”, asumiendo un control completo sobre la vida de los ciudadanos desde la imposición legal desde el poder público de determinados comportamientos inmorales.

Cuando la autoridad política ejerce sus funciones en el ámbito del orden moral, teniendo como fin la edificación del bien común (que no se identifica con el bien moral, pero tampoco es ajeno a él), los ciudadanos están obligados en conciencia a obedecer. Pero cuando la autoridad pública, rebasando su competencia, oprime a los ciudadanos con leyes dictadas desde la ideología, éstos no deben rehuir las exigencias objetivas del bien común; les es lícito, sin embargo, defender sus derechos y los de sus conciudadanos contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala una ley natural desde hace siglos inútilmente sepultada.

 

El derecho de resistencia es un derecho natural, que deriva del derecho a la libertad de conciencia y del deber de buscar el bien común, que se supone deteriorado por las estructuras existentes. El “imperio gay” asume la inicua voluntad de instruir a los niños en los diferentes tipos de familia, realizando una intromisión directa en la manera de educar que sólo pertenece a los padres. Los derechos sin deberes se convierten en algo arbitrario, individualista y egoísta. Los derechos individuales, desvinculados de un conjunto de deberes que les dé un sentido profundo, se desquician y dan lugar a una espiral de exigencias prácticamente ilimitada y carente de criterios.

La exacerbación de los derechos conduce al olvido de los deberes, que son quienes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios. Lo decía Benedicto XVI: “si los derechos del hombre se fundamentan sólo en las deliberaciones de una asamblea de ciudadanos, pueden ser cambiados en cualquier momento y, consiguientemente, se relaja en la conciencia común el deber de respetarlos y tratar de conseguirlos”.

El primer y decisivo espacio de la política es el hombre, el servicio a las personas y a la sociedad civil y, en último término, el logro del bien común, que puede resumirse en la tutela y el desarrollo de los derechos de las personas y de los distintos grupos humanos. Para llevar a cabo este servicio, la actividad política deberá promover el desarrollo integral de las personas e impulsar una cultura humanista cuyas instituciones sociales y políticas favorezcan el bien común. Cuando esto no ocurre, y la ideología ocupa sin ambages el lugar que corresponde a una actividad política degradada por una Cristina Cifuentes “Khaleesi”, el derecho de resistencia ante la imposición homosexualista se hace necesario si no queremos convertirnos en cómplices de sus abyectas idolatrías. 

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