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Este artículo se publicó en La Gaceta antes de convertirse en La Gaceta de la Iberosfera, no siendo entonces propiedad de Fundación Disenso.

Un destello cegador

15 de julio de 2015

Últimamente encuentro un toque de desastre en casi todas las bodas a las que soy invitada. Vaya por delante que me considero una romántica empedernida y que quizá por eso descubro esa fatalidad melancólica en los enlaces de los últimos tiempos. Un fulgor desproporcionado en toda la celebración, una ostentación que cegaría al propio Donald Trump…los neones de la decadencia del amor, los faros de un Bentley entrando por la grava, la luz en las cabelleras rutilantes de las invitadas recién salidas de la peluquería y en la pechera y solapas de los chaqués, en las chisteras de los testigos, en la luz en los cócteles de champagne, en la iluminación de la pista de baile, en el fulgor de la novia y en el resplandor de la noche. Una luz que tintinea en la sonrisa del novio, en los destellos de los fuegos artificiales, o en el anillo de pedida y de las pulseras de las invitadas con poderío. Y sólo una luz a punto de apagarse: la del amor de los contrayentes, que no se han visto en toda la velada.

Construyen los cimientos de su vida en común sobre los andamios de un circo en el que hay payasos y titiriteros, puestos de feria donde elegir entre palomitas, perritos calientes, hamburguesas, jamón de jabugo e incluso sushi. Sólo falta el hombre forzudo.

Los hay también que pueblan los jardines de sus fincas con pavos reales, espectáculos de showcooking, puestos efímeros de maquillaje, fotomatones y photocalls.

La elección de la carpa se convierte en el mayor de los dilemas: acolchada en neopreno si la boda es en el Norte, tapizada en toile de joui e incluso preparadas para un posible ataque nuclear de Kim Jong Un.

Las bodas de hoy son la exaltación de la indecisión, desde la elección del traje: las novias convierten su gran día en la Bridal Fashion Week con varios cambios de modelito y son incapaces de decantarse por una sola amiga a la que darle el ramo dividiéndolo en pequeños ramilletes infinitos de una o dos flores…

Todo es crucial en la elección de las sillas, los centros florales, el disc jockey traído de Ibiza, los tarros de mermelada en las mesas, los manteles, las bailarinas de regalo… La trivialidad erigida al máximo nivel. Se piden créditos para afrontar tal dispendio.

Se entra en una competición por ver qué amigo organiza la mejor fiesta, la más divertida, el plan más rutilante, por quién da el mejor discurso o tiene los mejores y más elegantes amigos. Se batalla por demostrar quiénes son los mejores novios, por enseñar que son los que más se quieren y éstos embebidos por el torbellino de los invitados se olvidan de lo más importante: que están dando un paso tan decisivo e impresionante como comprometerse a querer al otro para siempre, sin luces de neón, con sacrificio y paciencia, con amor y entrega. Por desgracia muchas veces la duración del matrimonio es inversamente proporcional al tamaño del convite.

 

 

 

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