El consumo de alimentos de los hogares españoles cayó un 8,7% el año anterior, dato que no sorprenderá a quien haga la compra. La caída fue mayor en carnes y pescados, la proteína, reina de las dietas, que a precios prohibitivos muchos ya sólo pueden ver en las fotos, como los filetes de los anuncios de platos combinados.
Suben costes, alimentos primarios, energía, sube todo, pero el gobierno ha tratado de explicar este menor consumo con los restaurantes: tras el Covid, los españoles saldrían más a comer fuera, algo intuitivo y quizás sesgado porque siempre parece que vemos más público del que verdaderamente hay. Lo dijo Lopera: «La gente no sale a cenar porque no tiene nada que decirse». En realidad, las parejas hablan más en el supermercado que en el restaurante. Son los diálogos con el carrito:
—No te quedan galletas
—Hay para dos o tres días
—Pero ya que estamos…
La cesta de la compra tiene subcestas. Las galletas son para él, se las come él, y ella, más organizativa que amorosa, se lo recuerda. Él las tiene contadas y está dispuesto a hacerlas durar hasta la siguiente visita. Así que todo ajuste en la compra hogareña habrá exigido reajustes en las preferencias de uno y otro. ¿De quién saldría, llegado el momento, la idea de comprar menos jamón o economizar en salmón? ¿Bastó una mirada de inteligencia? O quizás fue ella: «Mira, abrimos una latita de atún y hacemos ensalada».
La gente sopesa la carne y se lleva macarrones y el gobierno responsabiliza a las empresas: que bajen los precios; es decir, sus márgenes; y señala con su dedo, no precisamente el del Tío Sam, a empresarios y accionistas. A la izquierda, la realidad se le hace cerdo. Todo lo aprovecha del hecho económico y si las cosas van mal, siempre le queda el ‘conflicto social’.
Por el brillante tuitero Refreshed conozco el caso de una empresa de alimentación que se escaparía de esta simplificación socialista.
Migros es la empresa minorista más importante de Suiza. En realidad, puede que sea la empresa más importante, a secas, aunque sólo sea por dar empleo a cien mil personas.
Fue creada en los años 20 y su fundador, Gottlieb Duttweiler, traspasó pronto la propiedad a sus clientes creando una cooperativa que en la actualidad tiene más de dos millones de socios, una cuarta parte de la población suiza.
La empresa siguió los dictados del fundador. La estructura cooperativa permitía socializar la ‘propiedad’ perpetuando a su vez las ideas fundacionales. Por ejemplo, Migros no vende alcohol, destina el 1% de su presupuesto a cultura y está en vanguardia tecnológica. Recientemente ha comercializado, sirva de ejemplo, cápsulas de café sin cápsula: bolitas cafeínicas, ¡todo café, cero residuos!
Pero Migros es mucho más que supermercados: tiene banco, productos audiovisuales y hasta un importante think-tank, el GDI, homenaje al fundador, que trata de «reducir el conflicto entre productor y consumidor». ¿Por qué fomentarlo si pueden colaborar? Porque es una empresa de dimensión política pero no son políticos.
Migros llegó a tener un partido político, la ‘Liga de los Independientes’, y después un fuerte lobby. La empresa sigue la filosofía de Duttweiler: «Centrarse en las personas, no en el capital», pues no es en sí misma una empresa capitalista; no cotiza en bolsa y no decide el mayor accionista sino los socios, todos, con independencia de su importancia según la regla de un hombre un voto, forma democrática natural en Suiza, país de las cooperativas no por casualidad.
Migros sería una forma intermedia entre las empresas públicas y el capital financiero, una forma de capitalismo social y hasta moral antes del woke que dio mal nombre a la expresión.
No tiene beneficios que repartir, así que —idealmente— los destinan a bajar los precios. Los suizos son clientes y a la vez socios de la empresa que los alimenta. Y no es el gobierno.