Para descubrir la verdad que encierra el título del artículo hay que vivir generosamente, sin pretender un control total de nuestra vida, algo por otro lado, del todo imposible. Pero para el mundo, eso es una temeridad propia de kamikazes.
Tenemos contado hasta el último de nuestros euros, igual que Dios tiene contados nuestros cabellos, y tenemos tan planificado nuestro futuro que cualquiera diría que vamos a ser inmortales. Y en algo propio de kamikazes pensará mucha gente cuando cuente la alegría que me dio el otro día un amigo al comunicarme que en febrero va a nacer su séptimo hijo. Y todavía mayor será la sorpresa entre el público cuando el lector sepa que mi amigo vive en un acogedor piso de dos habitaciones, una para los padres, otra para el equipo de fútbol.
Unos pocos metros cuadrados que son testigos de una multitud de milagros. Para muchos seguramente no sólo insuficientes, sino imposibles, pero la realidad es que, sin entrar a valorar si son suficientes o no —teniendo claro que disponer de tres o cuatro habitaciones sería mejor—, lo que está claro es que no sólo no es imposible sino que esa casa cumple lo que decía Chesterton, que es más grande por dentro que por fuera. Y eso es una gran escuela para los hijos, que forjará muy probablemente en ellos unos caracteres indestructibles.
Los milagros también los viven quienes acuden a esa casa. El espacio se multiplica como los panes y los peces, y podemos estar siete adultos cenando en esa mesa de comedor mientras los seis hijos duermen plácidamente en su habitación, igual de cómodos que si estuviéramos en un espacioso chalet.
Algunos pueden pensar que el Señor no ha sido generoso con esa familia, por lo menos con el espacio que le ha dado para vivir, pero dentro de veinte Navidades, la multitud reunida alrededor de esa mesa será colosal y la alegría reinante, indescriptible y envidiable. Por el espacio no hay que preocuparse, ha quedado demostrado que cabrán en el piso más espacioso del mejor barrio, pero también en el más pequeño.
Allí donde esté sentada esa familia, la mesa será inmensa y eterna, aunque se rocen los codos al comer. Y la alegría que se derramará, y de la que ya están disfrutando ahora, será el premio que el Señor les va a regalar.
La generosidad no se premia con metros por fuera, se premia con metros por dentro. ¡Ojalá el Señor los premie también, de ello no me cabe la menor duda, con algunos metros más para otra habitación!